Debe ser por el contraste, pero no se me va de la mente la imagen de la última vez que vi a la jueza Alaya --que está marcando época y tendencia como en su día lo hizo el juez Garzón con aquel chaquetón con el que entraba y salía de la Audiencia Nacional--, el jueves antes de la Magna Rociera del sábado pasado, con su vestido entallado de manga corta y su inseparable complemento del maletín de ruedas con carpetas y legajos. Era jueves, hizo calor casi del membrillo al mediodía y ella salía (o entraba) del taxi con ropa de primavera y semblante de temporal de invierno, fiel a su estilo de ausencia de sonrisa. La imagen se me hizo más presente el sábado por la calle Gondomar --como al maestro Marchena-- cuando las rocieras de tacón y estampa acorde con el estereotipo del señoritismo andaluz pisaban cagajones de bueyes de carreta y de caballos de caballistas en un ambiente frío en el que las temperaturas habían menguado hasta los tiritones. A partir de ahí se desató el nuevo tiempo que hasta entonces había estado encerrado en los armarios y que, por almanaque, reclamaba dejar de respirar bolitas de alcanfor y meterse en los bares porque ya añoraba ese olor a calamares y fritura de pescado que tanto consuela cuando hace frío en la calle pero que se convierte en maldición al día siguiente, cuando la ropa huele a esencia de flamenquín. Desde el jueves de la jueza Alaya hasta hoy ha pasado tanto tiempo como el que marca ver la tele tendidos en un sofá o pegados a un brasero, superado ya ese limbo para Endesa en el que ni enchufamos el aire acondicionado ni la calefacción. Por eso ya se habla de lo propio del tiempo, de lo que va a costar la Cabalgata de Reyes Magos y el alumbrado de Navidad. En unos días, desde lo del frío en los huesos de la Magna Rociera hemos pasado de las sombrillas a los calentadores en las terrazas de los bares y a los concursos y rutas de tapas de cualquier aldea, pueblo o ciudad que se precie. Está muy bien lo de las estrellas Michelín, de las que nuestro paisano Kisko García conserva una. Pero parece que no concuerda el boato de la alta gastronomía con la tiesura de la ciudadanía cordobesa, de la que el 59% cobra menos de mil euros al mes. Quizá por eso esté triunfando la tapa, sus rutas y sus concursos, porque, al final, es comer con categoría pero a un precio recortado, como Rajoy manda. No lo puedo evitar: ¿saldrá de tapas y vinos con sus amigos de Sevilla la jueza Alaya? Supongo que, aparte bromas, tanto ella como nosotros iremos buscando en la vida el precio justo.