Nada menos utilizado en nuestro país que los libros de reclamaciones. Ningún espectáculo más llamativo que el semblante de completa sorpresa --veteada, por supuesto, de contenida ira-- mostrado por sus custodios y depositantes ante la petición de los muy escasos clientes y usuarios que, tras vencer no pocas resistencias internas y externas, se deciden a indagar por su paradero a fin de estampar en sus páginas la reclamación correspondiente, reducida en la mayoría de las ocasiones a ejercer "el derecho al pataleo", desembridando quejas y dolores. De sólito, después de una verdadera persecución por oficinas hoteleras, vagones de tren y estancias administrativas a la husma del preciado libro, encontrado éste como pieza arqueológica, las dificultades no desaparecen por la ausencia de bolígrafos y plumas en las arcas de su ubicación y la frecuente negativa de sus custodios a facilitarlos, ya que lo cual, según ellos, no entra en sus funciones. Generalmente con incomodidad --malas caras, angostos o antihigiénicos lugares--, el sufrido reclamante cumple con su deber ciudadano --patriótico, se decía, también, antaño-- y descarga su apesadumbrado ánimo con la no infrecuente intuición de que sus lastimeros renglones no obtendrán respuesta del demandante, al menos en tiempo y forma, materializándose por lo común tan depresiva idea. Desconoce, al respecto, el cronista cuál es la comunidad española a la cabeza del empleo de tan formidable instrumento, en teoría, para el progreso del país a través del vehículo quizá más digno y eficaz para alcanzarlo que no es otro que el de la justicia. Probablemente sea Catalunya, adalid siempre en todas las causas atañentes al avance y modernización nacionales; como también con harta seguridad sea Andalucía, invariablemente en el furgón de cola de todas las campañas en pro de la adultez de nuestros hábitos sociales.

Más, en verdad, dicha cuestión no es desazonante cara a la almendra del tema que no es otra, conforme antes se recordaba, que el exotismo de su recurso. En los espacios públicos de mayor concurrencia al efecto como suelen ser las estaciones ferroviarias, las mujeres y hombres más inclinados a colocar sus firmas en los libros de reclamaciones son, por lo general, extranjeros en posesión de un castellano aceptable, que en muy raros lances se entremezclan o van en compañía de reacios --o escarmentados-- indígenas. Para reforzar la nota pintoresca y de sabor local, las mismas gentes que se distancian de cualesquiera oficinas o libros de reclamaciones elevan --tronitonantemente, al more hispánico-- sus airadas voces a favor de resoluciones justas a sus demandas y peticiones en pro de unos derechos conculcados por la Administración o las instituciones y organismos del más variado género.

Pese a vivir en una democracia sedicentemente avanzada será, en efecto, difícil que España se codee en pie de igualdad en toda suerte de foros y tribunas con los Estados más desarrollados si los libros de reclamaciones no se agotan en plazos cronológicos de corta o, a lo sumo, mediana duración. Habitualmente, sus ejemplares resisten de modo estoico el trascurrir del tiempo, al paso que las manquedades, deficiencias e injusticias de la convivencia entre hispanos acrecientan su ritmo y aumentan los estragos de una crisis interminable.

* Catedrático