Se apaga el edificio de nuestra Real Academia. Ahí está, meditativo, moribundo, como una melancolía más del otoño, al final de la calleja del Reloj, esperando quizás a que acabe de caer en la clepsidra la última gota de su tiempo, para irse definitivamente. Su puerta, clausurada; sus balcones, como si nunca hubiesen estado vivos, dejan aún entreoír ecos de tantas palabras forjadas en su interior. Palabras del espíritu, poemas, aventuras intelectuales, proyectos de desentrañar y mantener el aliento de nuestras esencias y nuestra historia. ¿No podríamos ceder parte de nuestro presupuesto cultural con el que sufragamos la Navidad, el Carnaval, la Semana Santa, los Patios, la Feria (y la del Libro, también), Cosmopoética..., para aliviar esa triste mancha en nuestra Córdoba? ¿Tanto cuesta devolverle la vida a ese edificio y su alma? ¿Qué pensarían de nosotros los que en otras épocas, seguramente más pobres, más incultas, más grises, le dieron aliento y dedicaron su labor intelectual callada a legárnoslo? ¿No podemos hacer nada sino contemplar la ruina para luego quejarnos de ella y cargarnos unos a otros de reproches? ¿Es un símbolo más de esta época que reniega de los valores del espíritu? Las palomas defecan y zurean en sus huecos sin nadie. Sólo las manos que forman los llamadores de la puerta brillan sin perder la esperanza. Por eso prefiero pensar que lo que veo sólo es un sueño del que pronto llegará un despertar más floreciente, como las semillas que ahora caen en el surco y dormirán en el invierno. Ellas saben que vivirán en primavera.

* Escritor