El pan, los lobos y los cochinos son componentes de la memoria de una generación que nació con sabañones y escribió en la escuela con pizarrines primero y con tinta Pelikan después. El pan era media merendilla, que acompañaba a la pastilla de chocolate de Hipólito Cabrera --que se la dejaba a deber a Julián Calvo "que luego se la pagará mi madre"--, o que se empapaba de aceite y azúcar. Los lobos eran los aullidos de por la noche y los arañazos en las puertas de las casas donde olían a comida y los cuentos de los abuelos y sus mecheros cuando venían del campo, para espantarlos. Los cochinos eran madrugones de invierno con el olor a aguardiente de los mayores y a humo de retama para chamuscar su piel en la banqueta en medio del corral en un día en que la matanza era tan fiesta de guardar que te daban permiso para no ir a la escuela. Con el tiempo, aquel cerdo que daba comida para todo el año fue perdiendo protagonismo casero con la llegada de la mortadela, el frigorífico y la irrupción del colesterol. Su lugar --ya de manera más festiva antes de que se le llamara gastronomía a cocinar y comer-- lo ocupó el lechón --no confundir con el cochifrito, un cochino de edad indefinida--, un bocado más refinado que, con el tiempo, fue conquistando la carta de los bares de Los Pedroches y marcando identidad, como el fuet, la butifarra, la escalivada y el pan tumaca en Cataluña. Como están marcando época los anuncios de pan en las portadas de los periódicos --este, por ejemplo-- o las raciones de pescado a precios de competencia. Esta semana hemos sabido que los lobos se han asentado en la sierra de Guadarrama de Madrid de manera estable al cabo de 60 años de vagar por esos descampados donde ninguna comunidad autónoma tenía competencias --menos aún sin estar aprobada la ley de reforma local-- para empadronarlos. Es la memoria del pan de la infancia que nos ha hecho morder la magdalena proustiana y relacionarla con este fin de semana del lechón que está viviendo Cardeña. El tiempo de las merendillas de pan, chocolate y aceite, el de las noches de lobos y amaneceres de matanza pertenece a la colección particular de vivencias. Y Cardeña ha sabido aunar pasado y presente y mostrar a sus visitantes los retazos de la historia para que la sientan y la saboreen. El viajero podrá andar por las sendas de la película Entre lobos y al final del recorrido, ya en el pueblo, comerse una tapa-ración de lechón. Los sabañones, el frío y las penurias del niño entre lobos de aquella época serán solo una licencia emocional con un pasado que, según los anuncios en primera página de pan y pescado barato y los lobos, parece que quiere retornar. Afortunadamente, el crujiente sabor del lechón marcará la frontera entre aquellos tiempos de matanza del cerdo por necesidad y estos de saborear un bocado de lechón por placer. A no ser que el Gobierno --como se huele el lobo del Guadarrama-- se empeñe en que volvamos al tiempo de los sabañones.