Este fin de semana se han cumplido siete meses de la elección de Jorge Mario Bergoglio, argentino y jesuita, como Papa de la Iglesia católica. El papa Francisco hace el número 268 de los pontífices sucesores de san Pedro. Desde su elección, el nuevo líder espiritual del catolicismo ha ido desgranando mensajes y gestos --ya veremos en qué quedan-- dirigidos claramente a remover la Iglesia católica. Un movimiento similar al que se produjo a principios de los años 60 del siglo XX con el concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII en la búsqueda del aggiornamento o puesta al día del catolicismo en el mundo actual, en el reconocimiento humilde y sincero de los errores y, por supuesto, en la necesidad de corregirlos.

Vivimos en una sociedad que ha pasado de la casi opulencia al recorte de salarios y de prestaciones, la falta de trabajo, el desconcierto y sobre todo la desesperanza. La debacle económica se ha llevado consigo bienestar, empleo y dotaciones sociales y ha arrasado con el crédito de buena parte de la clase política, es decir, de los administradores públicos. Ahí están los indignados, los parados, los desahuciados y, sobre todo, los descreídos, a quienes ya no se les contenta con palabrería hueca.

El desastre de la economía se ha visto amplificado por la ausencia de ejemplaridad ética y por la vileza y humillación de no ofrecer a los ciudadanos ni explicaciones ni soluciones justas y convincentes a lo que está pasando. El ciudadano sigue asistiendo atónito a este circo y solo le llegan los avisos irremediables de nuevos sacrificios y amargas y brutales andanadas de las que ni es, ni puede ni debe sentirse responsable.

Y en medio de este marasmo, alguien, de repente, lanza un discurso insólito, por lo inusual, y causa asombro entre tanta mediocridad y caos. Es llamativo que hace apenas unas semanas algunas noticias muy dispares relacionadas con la Iglesia católica aparecieran en los mismos días y acaparasen espacios en todos los medios del mundo. De un lado, por ejemplo, se informaba de que las ganancias obtenidas por el Banco Vaticano, con una siniestra historia financiera a sus espaldas, había obtenido en el 2012, en pleno terror de la crisis, unos beneficios de 86,6 millones de euros, cuatro veces más que en el ejercicio anterior. Y al mismo tiempo, el papa Francisco declaraba a un periodista italiano de La Repubblica que la curia vaticana, controladora en parte de esas finanzas, era "la lepra del papado". Y casi simultáneamente también, en otra entrevista de 29 páginas en una revista el Pontífice pedía menos obsesión desde los púlpitos y los confesionarios con asuntos tan espinosos para la Iglesia como el aborto, los homosexuales o los anticonceptivos y más atención a otras circunstancias sociales y esenciales de los ciudadanos.

Este Papa ha dado muestras de ser muy diferente de sus antecesores en la forma de actuar y expresarse. No duda en desplazarse cuando puede en un cuatro latas, en reunirse en cualquier local con gente corriente para conversar sobre sus inquietudes y en vivir fuera de las lujosas habitaciones del palacio apostólico para irse a la habitación 201 de una residencia casi escolar. Ahora le corresponde sustentar sus palabras con hechos.

En la Conferencia Episcopal Española se guarda un tembloroso silencio sobre el nuevo proceder del jefe del Estado vaticano. Solo cuando se le pide opinión sobre estos nuevos aires doctrinales se destaca la obediencia debida al Papa, "sea este quien sea", lo que es una respuesta ambigua y calculada que se presta a muchas interpretaciones. En todo caso, es evidente que la trayectoria y el pensamiento de su presidente, el cardenal Rouco Varela, están muy alejados de las intenciones expresadas por el nuevo Papa. En concreto, las obsesiones de la Conferencia Episcopal contra el aborto, los anticonceptivos y los homosexuales y hasta contra el malvado Estado laico español han ocupado un lugar preeminente, casi como una cruzada, en sus cartas pastorales.

Cuando se cumple su séptimo mes en la silla de san Pedro, es muy probable que muchos cardenales que contribuyeron con su voto a la elección del papa Francisco estén sorprendidos por esa implicación directa y rápida en cuestiones tan intocables y seculares como cuestionables y controvertidas de la Iglesia católica. Pero nadie se puede llevar a engaño. El jesuita argentino ya había advertido con anterioridad de la necesidad de dar un giro a un estancamiento tradicional del catolicismo que choca en muchos aspectos con la evolución del mundo contemporáneo.

El innegable peso y la influencia de la Iglesia católica en la sociedad --hay unos 1.200 millones de católicos en el mundo-- obliga a seguir de cerca la evolución de un papado que puede aportar a la institución bimilenaria el cambio y el reciclaje necesarios. También es cierto que esa voluntad podría quedar en nada si las fuerzas inmovilistas y centrífugas del Vaticano consiguen detener la misión emprendida.

* Director editorial del Grupo Zeta