No hay mayor prioridad en estos momentos que sobrevivir a la actual crisis económica. Como se pueda, y a pesar de la orfandad que los ciudadanos sienten ante una clase política desorientada e incapaz de resolver sus problemas. Esta terrible plaga de principios del siglo XXI, una especie de cuarta guerra mundial sin balas, como ya ha sido definida, hace emerger daños colaterales muy preocupantes: el enfurecimiento y la indignación de los ciudadanos contra sus regidores políticos. Por decirlo sin tapujos, este país ha pasado en apenas 40 años --ni un suspiro en el devenir de la historia--- de manifestarse en la calle a favor de la legalización de los partidos y, por ende, de pedir el protagonismo lógico de los políticos en el funcionamiento de la democracia, a expresar un rechazo casi sin contemplaciones de los mismos. De la ilusión, a la decepción; de la esperanza, al desencanto. Incluso a la animadversión y la hostilidad.

No son pocos los dirigentes de los principales partidos, PP y PSOE, que reconocen que ya sienten temor cuando van por la calle y acuden a espacios públicos, porque son increpados a voz en grito o escuchan comentarios hirientes en voz baja o, sobre todo, perciben miradas "asesinas". Incluso, el exterior de sus propios domicilios se ha convertido en escenario de protestas ciudadanas.

El porqué se ha llegado a esta situación inédita es comprensible. Los ciudadanos, en medio de la tempestad de la crisis, están hartos tanto de comportamientos indecentes de personas que deberían ser ejemplares como de una galopante corrupción que no parece tener fin, y han incrementado exponencialmente su indignación contra los políticos sin distinción alguna.

¿Es justa esta generalización? No. Lo cierto es que el estruendo de la inmoralidad lo ocasionan los menos, aquellos que acuden a la política a servirse de ella para enriquecerse ilícitamente. Los más, la mayoría silenciosa, está formada por políticos honrados que tienen clara su dimensión de servicio público y que han sido contaminados en su imagen por una minoría en esa visión tan negativa y dañina de la clase política como privilegiada y corrupta.

Pero las cosas, en muchas ocasiones y aunque sea injusto, son como parece que son y no como realmente son. Y esta pérdida de credibilidad de los políticos es una de ellas. Lástima que se extienda esa célebre y desmedida frase del griego Heródoto, 500 años antes de Cristo: "Dad todo el poder al hombre más virtuoso que exista y pronto le veréis cambiar". Los políticos ya van asumiendo esa generalización tan despectiva hacia ellos y deben enmendarse. Por el bien del binomio indisoluble democracia-políticos deben tomar ya, sin dilación alguna y por sí mismos, medidas correctoras y eficaces que minimicen los daños y sirvan de cortafuegos cuando salte la primera chispa de corrupción. Han de procurarse su propia medicina. Hasta la fecha se han limitado a cortar una hemorragia masiva con simples tiritas.

Los partidos tienen que seguir realizando mucha autocrítica y reconocer, para no volver a caer en el error, que ante un caso de corrupción que les golpea aplican instintivamente la estrategia del caracol. Es decir, cuando se ven cercados por acusaciones de cohecho, prevaricación, malversación, saqueo, etcétera, etcétera, contra dirigentes de su camada, su reacción inicial, aunque posteriormente rectifiquen obligados por las evidencias, es refugiarse en su concha, negar la mayor y cerrar filas con el señalado o señalados. Basta con ir a las hemerotecas recientes para comprobar esta estrategia caracolera en casos como los ERE de Andalucía, Gürtel , Bárcenas, Fabra, Campeón , las ITV de Cataluña o la mafia rusa en Lloret de Mar, entre otros muchos.

Personajes corruptos pueden infiltrarse en cualquier partido. Y no nos libraremos nunca de esta gangrena social. Pero sí se pueden exigir a los partidos actuaciones más activas y contundentes al primer síntoma. Por eso es decepcionante que en cuestiones que dependen exclusivamente de ellos mismos y no de sucios comportamientos personales no se establezca el máximo rigor para tapar cualquier rendija por la que se cuele la corrupción. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que en medio de su desprestigio los partidos sigan discutiendo, con una verborrea fatigosa como si especularan sobre el sexo de los ángeles, en qué momento de un proceso de imputación judicial debe dimitir un político, o no poner coto a las lagunas-trampa que encierran las sucesivas reformas de la ley de financiación de los partidos? Los políticos tendrían que estar convencidos a estas alturas de que ya no basta con predicar sin dar trigo si quieren reparar su desprestigio. Porque, cuidado, el fin de los políticos por su propia descomposición bien pudiera ser el fin del sistema. Y en su pecado por dejadez llevan la penitencia de esta responsabilidad. Pese a la más que comprensible irritación ciudadana, la democracia, con una clase política ejemplarizante, es y seguirá siendo el mejor y único sistema de convivencia y el instrumento más eficaz para que se persiga y se castigue a los corruptos.

* Director editorial del Grupo Zeta.