Este aprendiz de brujo jugó hace unas semanas a barajar los nombres para un nuevo pontificado. Obviamente, erró en sus pronósticos aunque coincide como entonces en la capital simbología de ese autonombramiento. La sorpresa no venía por la designación de un Papa americano, una posibilidad que también pudo fraguarse en el cónclave de 2005, precisamente en la persona del cardenal Bergoglio. La sorpresa es el sumatorio de sorpresas, pues los inicios de este papado parecen impregnarse de la querencia adolescente de la primera vez.

Aposté por León XIV, porque el antecesor en la nomenclatura fue el Papa Pecci --León XIII--, un pontífice que en su encíclica Rerum Novarum denunció la opresión y la esclavitud de los pobres por un puñado de ricos. Pero de la no tan fiera arrogancia del león hemos pasado a la poderosa sencillez de los lirios del campo. Desde luego hay que ser muy valiente para presentarse ante los ojos del mundo como el Papa Francisco, más aún cuando, junto a razones teosofales, surge la condición del porteño, la misma patria de un Borges que hubiera considerado una extravagancia esa parquedad.

Podría decirse que la humildad es la mayor de las soberbias, porque todo doblega con su contundencia.

Queda orillada la hermenéutica del teólogo Ratzinger por un nuevo Papa que se bate bien en las distancias cortas, en el afecto y el saludo de la gente.

La Iglesia se orea, Dios así lo ha querido por mediación de una curia que puede quedar retratada con esa deriva franciscana. Nada de las sutilezas del león, sino directamente acercarse a la yugular del Evangelio con la parábola de Lázaro y el rico epulón.

Pobres hay donde elegir para que el Papa Bergoglio los coloque en su cabecera. Pobres para incomodar las dietas de la dirigente Barcinas, que vive y reina en la cuna de los jesuitas. Pobres que son legión y a los que se sumarán los pobres de espíritu. Será muy profano, pero este Papa se ha buscado un hercúleo reto.