EI almendral del Retiro está en flor, los durillos van brotando; en el cercano Jardín Botánico --rincón versallesco inserto en el corazón de Madrid-- las abejas faenan entre los pétalos malva de Helleborus Orientalis ; a la pareja de cernícalos que habitan mi trozo de Lavapiés se les puede observar practicando un año más sus vertiginosas cópulas aéreas sobre los tejados del antaño barrio castizo (hoy plurinacional). No es todavía Stravinsky, de acuerdo, pero los días se van alargando y en el aire se perciben hálitos de primavera. Y si es así en el epicentro peninsular, no me cuesta trabajo imaginar, por ejemplo, el espectáculo botánico que se está preparando para dentro de poco entre los peñascos contorsionados del daliniano cabo de Creus.

Mi paseo de hoy me ha hecho pensar en Eric Hobsbawm... y Bill Evans. Como suele ser el caso con los auténticos grandes, el complejo y longevo historiador marxista británico, que nos dejó finalmente el pasado octubre --parecía eternamente joven--, no transitaba por el mundo sin violín de Ingres . Tuve la suerte de ser compañero de él en la Universidad de Londres, aunque no presumo de haber pertenecido al grupo de sus íntimos. Solíamos coincidir más en la calle que en el colegio, en los alrededores del Museo Británico, y la conversación giraba con frecuencia en torno a España, la guerra civil, la diáspora republicana y el franquismo. Pero no siempre. Porque, cuando no estaba entregado a sus investigaciones profesionales, a Hobsbawn le apasionaba sobre todo... ¡el jazz!, hasta el punto de ser crítico del ramo, si bien con seudónimo, para The New Statesman , el celebérrimo semanario de izquierdas.

Hobsbawn fue el primero en hablarme de Evans, pero tardé unos años --cosas de la vida-- en adquirir mis primeras grabaciones del asombroso pianista de Nueva Jersey y saturarme de su música. Música que abarca distintos registros pero que a mí me encandilaba entonces, y lo sigue haciendo, sobre todo en su vertiente cool , tan en deuda con el impresionismo de Debussy.

Lo cuento aquí porque el disco You Must Believe in Spring , editado un año después de la muerte de Evans en 1980, a los 51 años, para mi gusto uno de sus más conmovedores y poéticos, contiene, por el título que tomo prestado para esta columna, un mensaje seguramente necesario en los tiempos tan angustiosos en que vivimos sumidos. ¿O es que, con las revelaciones de corrupción y la depresión (en todos los sentidos) que estamos padeciendo, creer en potenciales renovaciones primaverales es ya una ingenuidad? No lo quiero creer.

La situación es atroz, ciertamente. Y lo peor, me parece, el hecho de que la derecha española no sea capaz de asumir ninguna responsabilidad por la crisis económica imperante, por la locura del "ladrillo" desencadenada bajo su mandato con la liberalización del suelo. Su actitud en la oposición fue brutalmente hostil y desleal hasta el último momento, calcada de la manejada durante el primer bienio de la República (y no digamos el Frente Popular). Lo que hicieron con Garzón, y en general con la "memoria histórica", ha hecho un profundo daño al país dentro y fuera, lo cual, supongo, les importa un bledo.

En la España profunda no se oye para nada la voz de una derecha moderada, dialogante, con alguna mínima excepción. Todo es acusar al otro, y ello, muchas veces, con el insulto soez en la mano (el hecho de que Martínez-Pujalte se haya quitado el bigote no me hará olvidar nunca su comportamiento chulesco en el hemiciclo). No es que uno piense que hayan sido angelitos los del otro bando.

Con una inmensa mayoría absoluta, obtenida con un engaño que luego dividió a la familia socialista ("de entrada, no"), resultaron no estar del todo a la altura de los tiempos, con lo cual, por ejemplo, la sede del Premio Príncipe de Asturias sigue hoy en una calle con el nombre de un asesino reconocido (el general Yagüe) y en el centro de Granada el PP insiste en mantener un monumento vergonzante al fundador de Falange Española.

Hay que creer en la primavera, pese a todo, pese a la "sensación general de fracaso" que nos asedia (David Trueba). Sigo convencido de que, si los españoles fuesen capaces de ponerse de acuerdo de una vez por todas sobre lo fundamental --empezando con un pacto estable sobre la enseñanza pública--, en vez de continuar tejiendo y destejiendo, podría haber aquí, con la multiplicidad de elementos positivos que existen, una sociedad floreciente única en el mundo.

Es realmente patético que el acuerdo no exista ya cuando se piensa en el enorme esfuerzo --y el enorme sufrimiento-- que ha costado llegar hasta aquí.

* Escritor