El presidente del Gobierno le echó en cara al líder de la oposición, con motivo de una sesión de control, el papelón que estaba representando en sede parlamentaria. Pocos días después --con qué vertiginosa velocidad se produce el acontecer político--, el mismísimo presidente se veía obligado a interpretar un papelón infinitamente más indeseable. En la escena política asistimos a un drama rayano en la tragicomedia --ese género tan hispano--, cuando no directamente en el sainete, en el que héroes y villanos cambian de papel con tal verosimilitud y desparpajo que consiguen a la postre causar en el patio de butacas el desconcierto generalizado.

Lope de Vega definió los autosacramentales como "... comedias / a honor y gloria del pan / que tan devota celebra / esta coronada Villa / por su alabanza sea / confusión de la herejía / y gloria de la fe nuestra / todas historias divinas...". Rajoy anda metido de pleno en el papelón principal de una memorable pieza del género, aunque historia nada divina, en el que pide a los españoles, para sí y su cúpula dirigente, un acto de fe heroico y, además, si ello fuera necesario, comulgar con ruedas de molino.

A tenor de las encuestas y los juicios de opinadores mediáticos propios y ajenos, parece ser poco creíble, que hasta el público más entregado se adhiere mayoritariamente a la duda razonable que formulara Jardiel Poncela: "¿Pero... hubo once mil vírgenes?" O lo que viene a cuento, más bíblico, ¿cincuenta, cien, algún inocente en los papeles de Bárcenas?

De los muchos papelones, personaje ciertamente nada fácil de abordar, el del concejal o el del militante que se ve en esta función, sin comerlo ni beberlo, actuando de convidado de piedra.

Pero, papelón, papelón, el reservado al público, sobre todo el de esos casi seis millones de parados que asisten al espectáculo con los dientes apretados.

* Profesor