Cuando hablamos de grandes almacenes apelamos al mismo cripticismo con el que ingenuamente entreveramos el color del caballo blanco de Santiago.

Anonimatos aparte, en los susodichos establecimientos contemplamos cómo la sección de librería literalmente ha ascendido hasta la última planta.

Me gustaría creer que han buscado una ubicación más discreta por el atropello de las rebajas, pues los clientes se peleaban con el pistoletazo de los saldos, no por agenciarse una blusa tirada de precio, sino por una cuidada edición de la novelas ejemplares.

Obviamente, no hubo un deslome de encuadernaciones por lectores compulsivos, sino un bobo espejismo.

Los libros de papel son degradados de la rutilancia de los escaparates, al igual que la prensa escrita sufre el desdén de este tiempo de pantallas y pulgares.

Los articulistas sentimos el apego afectivo del periodismo, como diáconos de una profesión que encandila uno de los sustentos de un Estado de derecho, cual es la libertad de expresión.

Nos correspondemos con los titulares de este oficio, que en el día de su patrón recuerdan que la crisis no ha pasado de largo por esa puerta. Hay estampas galdosianas de gacetilleros con mitones que con una buena crónica revuelven tanta atrofia y desfacen ese semillero de mojigangas y medianías tan propio de este país.

Pero he ahí que las dignificaciones se las torea la espabilada de turno. Este PSOE que busca su lugar en el mundo no puede dejarse enredar por el tocomocho de columnas pagadas a precio de oro, pergeñadas por un fundación afín que en su tormenta de ideas ha torpemente avalado aquella vieja máxima: la caridad empieza por uno mismo.

¿Cuándo escapará este país de esta órbita de trileros?

¿Cuándo nos convenceremos de que la valía no es cosa de tontos y que para triunfar no hay que encomendarse a los otros medios?

* Abogado