En estos momentos en que la desconfianza en la clase política ha llegado a los niveles más bajos de la democracia, deberíamos aprovechar para iniciar una transformación radical de muchas de las estructuras que se revelan como inservibles ante una realidad que las supera y ante la que cada vez son menos útiles los disfraces. La democracia, sin duda el más exigente de los regímenes políticos, debiera caracterizarse por su capacidad de reinventarse, de redefinir sus reglas y de buscar respuestas a los interrogantes que cada cierto tiempo se renuevan. Buena parte, yo diría que la sustancial, del hartazgo creciente de la ciudadanía y del divorcio cada vez mayor entre ella y sus representantes se debe a la consolidación de unos partidos que no solo hacen caso omiso del mandato constitucional de democracia interna sino que también, muy especialmente en los últimos años, se han convertido en refugio de mediocres y profesionales de lo público.

El ejemplo más evidente de esta degradación lo hallamos en las juventudes o nuevas generaciones que, lejos de ser escuelas de democracia y canales de participación de los que están iniciándose en el ejercicio de la ciudadanía, se han convertido en perversas reproducciones de los vicios de sus mayores, así como en agencia de colocación inmediata de quienes, desde jovencitos, parecen entender la política no como un servicio público sino como una profesión.

Bastaría con repasar los nombres de muchos que en la actualidad ocupan cargos en el Ayuntamiento, la Diputación, la Junta o incluso en el Parlamento nacional. Todo ello por no hablar de los cientos de asesores que, por estar en la trastienda, son difíciles de contabilizar. Sería de mucho interés para la ciudadanía que, al igual que los diputados hacen públicos sus ingresos, conociéramos cuál es la trayectoria profesional que avala la excelencia de quienes, entre otras cosas, gestionan el dinero público. Comprobaríamos, sin temor a equivocarnos, que buena parte de ellos y de ellas carecen de experiencia laboral previa y que, en el mejor de los casos, pasaron de las aulas universitarias a despachos en los que ganan sueldos inimaginables para un joven de su edad. Con este perfil es lógica consecuencia la consolidación de una clase política servil, domesticada y poco dada a defender criterios individuales. Al contrario, y dado que es el partido el que proporciona la bendita nómina --o sea nosotros, los ciudadanos-- es fácil conseguir individuos que comulguen con ruedas de molino, que traicionen si es necesario para mantener el puesto o que pongan sus intereses particulares por encima de los generales a los que se supone deben servir. Como efecto rebote, también resulta lógico que quienes valoran por encima de todas las cosas su autonomía, y además disponen de un trabajo o profesión que les garantiza la independencia, huyan cada vez más indignados de unas estructuras partidistas que, desde sus pupilos más jóvenes, fomentan el borreguismo, la profesionalización de la política y la disciplina como valor. Vicios que transversalmente recorren todos los colores y todas las ideologías.

Ello no quiere decir que en los partidos no haya personas independientes, excelentes profesionales y mentes libres. Como tampoco que entre los más jóvenes no haya militantes apasionados por la política como herramienta de transformación social. Lo que parece fuera de toda duda es que son minoría o que, al menos, ocupan un lugar secundario frente a las cúpulas de vividores y profesionales del escaño. De ahí que, junto a otras muchas reflexiones que los partidos deberían plantearse sobre su estructura interna, su funcionamiento o su papel, deberían situar como tarea prioritaria revisar cómo son los jóvenes que se integran en la política y qué modelo de político/a fomentan desde sus ombligos. De lo contrario, seguirán cavando su propia tumba y hablando un lenguaje que los ciudadanos no solo no entendemos sino que cada día nos indigna más.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional