Interesantes las declaraciones de la gran actriz Lola Herrera a TVE, en el reportaje emitido hace unos días sobre la generación del rey Don Juan Carlos, con motivo de cumplir el monarca 75 años de edad. Preguntada sobre cómo veía la situación social, Lola Herrera lamentaba que todos los avances sociopolíticos que se habían conseguido se estaban evaporando y que nadie imaginaba que en tan poco tiempo íbamos a perder todo lo que habíamos construido.

No sé si cuando esta dama de la escena realizaba sus declaraciones estaría pensando en la magistral obra El avaro , de Moliere, en la que interpretó años ha uno de los papeles principales, porque se trata de una historia que refleja la parte más sórdida y ruin de la avaricia, de la ambición y del poder egoísta del ser humano.

Y de eso estamos hablando. ¿O no es la crisis económica que padecemos una obra maestra de ambición alocada, de mezquindad, de codicia y de engaño por personajes poderosos que manejan los hilos de la sociedad? Esta crisis ha llegado a tal extremo que ha hecho tambalear también alguno de los pilares básicos de la democracia, como es el de la clase política. El paro y los problemas económicos son, hoy por el hoy, la principal preocupación de los ciudadanos, pero como era de esperar, su indignación, ante una falta de respuesta efectiva a la actual situación y a una atmósfera de inmoralidad pública y privada irrespirable, se ha vuelto contra esa clase política, escalando de la noche a la mañana, casi de la nada, al tercer puesto de los desasosiegos ciudadanos.

Lamento generalizar, porque hay numerosos políticos a los que respeto por su compromiso y honradez y están pagando injustamente las iras ciudadanas, pero la clase política mayoritaria, como tal, se ha dormido tocando la lira en un puro ejercicio de onanismo. Debía creerse intocable, sabedora de que es un pilar imprescindible en el funcionamiento de una democracia moderna. Y es verdad. Pero tan verdad como que una democracia ejemplar requiere y precisa de políticos capaces y ejemplares. Una democracia no se corrompe per se , sino por sus actores principales.

Y así, con el paso de los años se ha ido configurando entre los principales partidos una clase política disfuncional, que algunos politólogos califican ya como "clase extractiva": partidos de masas dirigidos en la práctica por pequeñas oligarquías, con un poder desmesurado que cristaliza en unas redes clientelares, que miran sobre todo por lo suyo y no por los intereses generales. No es extraño que en los últimos meses, distintos estudios demoscópicos hayan publicado con preocupación el cambio del estado de ánimo y de valores de la ciudadanía sobre el funcionamiento y viabilidad del sistema.

¿Cómo no van a cuestionar los ciudadanos de a pie el sistema institucional-político-económico-social, cuando sienten que para ellos y solo para ellos, los reveses soplan en forma de paro desbocado, de empobrecimiento, de miedo, de recortes sociales? ¿Cómo van a confiar los jóvenes, que representan el siguiente paso en la sociedad, en un sistema cuando el 52% de ese colectivo no encuentra trabajo y su porvenir es incierto y negro? En fin, ¿cómo no se va a poner en duda un sistema cuando, además, día a día emerge en la esfera pública y en otros ámbitos acomodados de la esfera privada un aire denso de indecencia, protagonizado por aquellos que más tienen que mostrar su ejemplaridad y que por su impericia, ineficacia o deshonestidad están provocando la necrosis social?

Si hemos llegado a esta situación de decadencia y crisis institucional, la responsabilidad principal corresponde a la clase política. Es a ella a la que le toca velar por la buena salud del sistema democrático, en todos sus ámbitos: en el suyo propio, en el económico, en el financiero, en el social... Son los políticos los que pueden y deben tomar las medidas ejecutivas y legislativas oportunas y poner a disposición de la justicia los recursos necesarios para que el sistema no estalle y los ciudadanos sigan confiando en él. Pero ante la indolencia que han demostrado están obligados ya a entonar con valentía un mea culpa ante la sociedad a la que han desmoralizado y someterse a una regeneración de comportamientos de una forma sincera y demostrable... caiga quien caiga.

Hemos vivido en nuestro país una de las etapas de estabilidad democrática, libertad y progreso más florecientes de nuestra historia, con el espíritu de tolerancia y respeto como testigo. Por eso hay que frenar su descomposición y entre todos, con una clase política decente en primera fila, debemos ponerla en valor y no renunciar a ella. Ojalá seamos capaces de consolidar unos cimientos democráticos perdurables, a semejanza de otros países europeos, y no volvamos al tejer y destejer de nuestra historia.

El problema no es el modelo democrático. No hay mejor régimen que el asentado en la soberanía popular y en una acción política y social moralizantes basadas en el Estado de Derecho. Pero ese modelo exige una gestión ejemplar que limpie de una vez la actual atmósfera de inmoralidad pública y privada que nos asfixia.

*Director editorial del Grupo Zeta