Siento especial fascinación por Italia. Quizá no llegue al grado de parangonar a la polifacética Gertrude Stein, que decía que "Estados Unidos es mi país, pero París es mi ciudad", cambiando en este caso la Ciudad de la Luz por la Ciudad Eterna.

Sin embargo, Roma es el ápice de ese paraíso de los estetas que es toda la Península Itálica, la estación Termini del Gran Tour cuando en las campas de Wimbledon se inventaba el tenis y los virreyes de la Emperatriz cazaban tigres a lomos de elefante.

A Roma se acercó nuestro alcalde la semana pasada para formalizar nuestra participación en su carnaval y facilitar un lógico acercamiento entre dos ciudades imperecederas.

Sobre estas piedras bañadas por el Guadalquivir medio edificarían los Césares su Bética. No obstante, junto a esta más que deseable colaboración, el señor Nieto pudo ser involuntario embajador de estos aires que nos escoran más hacia los regustos italianos.

Obama juró ayer su cargo e inconscientemente nos acordamos de tiempos recientes y a la vez lejanos, cuando en nuestra fatua opulencia las elecciones se convertían en unas presidenciales americanas chiquitas: el bipartidismo era el sueño eterno de la estabilidad y el voto casi lo marcaba la empatía y la elección de la corbata.

Ahora, con Bárcenas y Guerrero en la picota, nos acercamos a Italia, como ya lo hizo Velázquez en los días del Conde Duque.

Y mutuamente nos despiojamos y se nos imanta hacia una crisis de fe que a este paso quebrará esta nueva versión de los días de Cánovas y Sagasta. La regeneración de la clase política, y en especial de los mayoritarios, se está convirtiendo en una medida sanitaria que, en caso contrario, nos acercará a pentapartitos o a contagios berlusconianos, que en pequeñas dosis ya ha conocido esta ciudad.

Hasta la basura se ha acumulado en Granada, acaso para reivindicar la oculta belleza de Nápoles.

* Abogado