Pienso, como he dicho en otro momento, que los lugares en los que se ha vivido la infancia pueden llegar a constituir verdaderos "espacios de memoria". Cuando, como es mi caso, después de más de treinta años vuelves a vivir en tu pueblo natal, resulta inevitable la evocación de cómo eran determinados lugares cuando eras pequeño. A veces me encuentro con cambios que no he visto llegar, no he presenciado la transformación, y me siento como cuando ves a alguien a quien conocías de niño, han pasado varios años, y ahora es un adulto. Te sorprende porque no has sido testigo de su evolución, a diferencia de lo que vemos cambiar cada día, que en apariencia no se modifica, cual es el caso de nuestra propia imagen la cual, reflejada a diario en el espejo, siempre nos resulta familiar, sin embargo ante una fotografía de varios años atrás, de pronto, se nos hace patente el transcurso del tiempo. Puedo comparar esto con las calles de mi infancia. Ya no son lo que eran, a menudo paso por la que me vio crecer y jugar, los edificios se mantienen idénticos, pero la presencia de los coches me impide identificarme con aquellos lugares de juego en los que tantas horas invertíamos.

También hay espacios, antes libres (mi amigo Paco García Verdugo explicaba que no es igual que vacíos), y ahora ocupados por viviendas. Acostumbro a transitar junto a un bloque edificado donde hace cincuenta años había un huerto, con la característica de hallarse situado unos dos metros por debajo del nivel de la calle. Tenía forma rectangular, con dos paredes en los dos lados más cortos, mientras que en los dos más largos había dos calles en cuesta, que así salvaban el desnivel existente, hasta que al final se accedía al huerto. Hubo un momento en que dejó de cultivarse, y en consecuencia poco a poco los niños lo convertimos en centro de nuestras actividades, en especial resultaba ideal para jugar al fútbol, puesto que al ser un espacio casi cerrado teníamos la garantía de que el balón no se iba lejos, a la vez que las dos paredes constituían el marco ideal para las porterías, determinadas en el suelo mediante parte de nuestra ropa o piedras transportadas al efecto. No obstante, ello no quiere decir que fuese perfecto, al fin y al cabo el terreno conservaba una cierta inclinación, y lo peor era que estaba dividido en varios niveles o terrazas, con lo cual el equipo al que le tocaba la parte de abajo tenía que hacer un doble esfuerzo para transportar el balón al campo contrario, o jugar como hace ahora el Madrid de Mourinho: al patadón. Por supuesto, había otros inconvenientes comunes a todos, como el barro, los charcos o la vegetación que crecía en los laterales, en especial ortigas, en ciertas épocas del año, pero a pesar de todo nos resultaba cómodo puesto que no era un lugar de paso ni teníamos cerca ventanas con cristales, y en consecuencia vecinos que se quejaran de nuestro juego.

Aunque la comparación pueda ser excesiva, me he acordado de aquel terreno de juego al ver el pasado domingo unas imágenes en las que unos niños jugaban al fútbol en la República Democrática del Congo en un rectángulo (más bien un trapecio) donde sobre todo se veía hierba salvaje, charcos y barro, pero donde a pesar de todo se celebraban los goles con una gran alegría, por supuesto sin hacer muchas de las tonterías que nuestros niños de escuela de fútbol imitan de aquellos que ven por televisión. Tengo la certeza de que esos niños congoleños que corrían tras el balón, que fallaban o que se caían en el barro, demostraban la misma felicidad que aquel grupo de pequeños egabrenses con el que yo jugaba.

Al verlos me di cuenta de cuánta razón contiene la frase de Eduardo Galeano que había leído unos días antes: el fútbol es lo más importante de todas las cosas sin importancia.

* Catedrático de Historia