Siempre ponía su toque de humanismo en nuestras conversaciones sobre economía, sociología o política. Conversaba sin desgarramientos, sin drama; calmoso en su decir y sugerir; en su caminar. Ultimamente nos veíamos poco; se había cambiado de domicilio y ya no aparecía por el quiosco de prensa de Colón esquina Puerta de Osario. Ese quiosco fue lugar de nuestros últimos encuentros y buzón en el que depositar nuestros mensajes. José, el quiosquero, diariamente me trasladaba sus saludos que yo devolvía por idéntico emisario.

Existen en nuestras vidas mañanas privilegiadas en las que desde el despertar resuena la advertencia a través de un encuentro o una conversación que se prolonga. Esa advertencia venía de José, el quiosquero: "¿Sabe usted cómo sigue don Alfonso?" ¡es que desde que se mudó ya no viene por aquí ni veo a su mujer!". El cambio de domicilio de Alfonso fue para mí como lejana alerta que se deslizaba cada mañana al retirar del quiosco el ejemplar diario del Córdoba. El cambio de domicilio estaba más lleno de presagios que de ensueños. Y es que sus palabras eran como rumores que despertaban en mi mente resonancias agradables como ecos del mar. Estoy seguro que su alma se ha ido purificando conforme su vida avanzaba en murmullos de humanidad.

Lo conocí hace mucho tiempo; fue allá en la segunda parte de los años sesenta del pasado siglo. Recordarlo en el día de su entierro es devolvernos a los dos aquella vida, aquellos esfuerzos, gozos y preocupaciones. Su marcha de este mundo es una brecha en una vieja amistad definitivamente perdida, un estado de alerta. Alfonso Genovés era quince años mayor que yo y siempre me trató respetuosamente y de su boca escuché muchas sabias palabras. Dejó de venir por el quiosco y por las últimas reuniones anuales del Colegio de Economistas y de pasear por ronda de los Tejares como una onda de silencios. Le recuerdo, cabizbajo caminando con aire absorto y en solitario; conversaba conmigo desde una mente abierta, receptiva y en acecho; trabajador y profesor incansable fue modelo de moderación y claridad. Con su tardo paso de vigilante jamás habló mal contra nadie; conversaba con la avidez con la que ausculta un buen médico, con la atención de esa mujer que espía su presunta gravidez, con el olfato del ciervo que olisquea un incendio en su bosque. Me agradaba su entusiasta interés por las cosas, atributo de todo buen profesor. Hablaba desde pensamientos profundos y en su avistar el horizonte social y económico de España pareciera querer evitar un sacrilegio. Recuerdo nuestras charlas durante la transición política en la que participó buscando concordia y solidaridad. Siempre puso un exceso desbordante y buena voluntad en todo lo que emprendía. Estuvo rodeado de respeto, el mismo respeto que el había sabido inspirar hacia los demás. Jamás fue un sobresalto de exuberancia ni de agitación sino alma reposada y en calmosa movilidad.

Cuando dejé de ver a Alfonso en el quiosco de prensa era ya una sutil y larga decantación como todo buen vino generoso, quintaesencia de alta prudencia, jamás amenaza latente de dislocación. Fui a la Trinidad en el ecuador del último día del año que se nos ha ido. Día frío, acolchado y monótono que se iba desgranando con su adiós hacia un espacio sin límites en el templo de la llanura que fue su vida. Clavé mi mirada en el féretro, apreté el brazo de su yerno Julián que lo portaba y escuché de nuevo la voz de Alfonso como viento dormido; presté oídos al susurro del sacerdote que lo conducía hacia el altar para despedirle de esta ciudad tan cercana en la que puso los latidos ocultos de su corazón. La iglesia parecía dormida, al igual que estaba Alfonso, pero no indiferente a su definitiva retirada. En el féretro reconocí un islote que le servía de abrigo frente a los golpes de vientos remotos.

Alfonso fue el punto más brillante de la constelación que el formaba con su mujer y sus siete hijos y nietos y brillaba sin altanería. Murió siendo iceberg rocoso que navegó durante cuarenta años por el mar de esta insólita ciudad de Córdoba. Ahora se ha ido ligero por el horizonte cual ágil velero en busca de su Eternidad.

José Javier Rodriguez Alcaide

Córdoba