En el nombre de la tradición o en el nombre de las buenas costumbres, se libran cada día humorísticas batallas, como aquella de "las colinas del whisky", la simpática película de Sturges. Por eso al escribir en público debe uno andarse con sumo cuidado, no vayan a ser tergiversadas sus palabras por las zonas periféricas de la sociedad que suelen ser, por su pobreza intelectual, las más conservadoras. Un verdadero problema de los que tienen, como dijera Pasolini, "conciencia de clase, pero no consciencia de clase". Hay quien partiendo de las oscurezas del pasado les da por escribir, sin ser escritores, libros costumbristas sin pensamiento crítico acerca de los tiempos de los duros trabajos, la miseria, el analfabetismo, el abuso de las clases dominantes, lo mal pagado que estaba todo cuando aquellas heroicas criaturas de la autarquía luchaban a brazo partido contra la dureza de la vida. Aquellos años en los que la clase trabajadora era la metahistoria en alpargatas. Aquellos tiempos en los que la injusticia, representada por aquellos hombres que trabajaban como galeotes para el bienestar de los demás y por la precaria supervivencia de sus familias. Goethe escribió: "Si los rústicos no trabajáramos así en el campo, ¿cómo se las compondrían las personas finas por más que se devanaran los sesos? Tenedlo bien entendido: si nosotros no sudáramos os quedaríais yertos de frío". Sean esas palabras del escritor germano un homenaje a la cara tiznada de fracaso de los eternos perdedores. Al humorismo que, como caridad, es la gracia. La gracia popular por excelencia. La hemos idealizado hasta considerarla un mito. Recuerdo que en mi pueblo, en mi niñez, los campesinos ironizaban sobre su propia miseria. Su relación con la realidad era idéntica a la de los amos. Un profundo malentendido. Y hasta hace poco era fácil comprobar cómo el Estado de bienestar perdido les había puesto una venda sobre los ojos. Miran a la metahistoria como un sueño. Ni siquiera como un mal sueño. Y quieren convertirla en una fábula para contársela a los nietos. La tradición es la tradición. Una batalla humorística donde las haya. Este mundo pintoresco, créanme, es una fiesta de disfraces. Cada año, por la primavera, es el mismísimo dios Pan, acompañando a las hermandades del Rocío, el que toca la flauta rociera. Lo que comenzó siendo un culto de aldeanos en un lugar ignoto de la supuesta Tartessos, donde se veneraba a la diosa Isis, se ha convertido en una fiesta social de la España de las autonomías y hasta en un estado del ser y del sur, pues ha tiempo que se habla en estas latitudes nuestras del "espíritu rociero". La Virgen, como Dios, convertida en objeto turístico. Viene gente de todo el país a disfrazarse de andaluces. Desde hace bastantes años es cuestión de prestigio social tener una casa en la aldea del Rocío. Aunque la democracia real (¿será ese el espíritu rociero?) es esa mezcla de ricos y de pobres, de tirios y troyanos, con fe o sin ella, arrebatados hasta el furor del éxtasis durante esas horas increíbles en las que unos privilegiados y fornidos mozos de Almonte saltan las rejas para zarandear, desconsideradamente, a una imagen que, de ser real, huiría asustada ante tal agresión y, sobre todo, ante ese espectáculo de masas disfrazadas que cada año viene a recordarnos que todo, en este pintoresco mundo, puede convertirse en objeto de consumo, desde el engendro de realidad falsificada del "Gran Hermano" a la manifestación pseudo-religiosa del Rocío o de cualquier otra romería de nuestro sur, mezcla curiosa de idolatría, prestigio social y fe en un diseño surrealista a ritmo de sevillanas. Este San Rafael pasado ha resucitado el costumbrismo por mor de un Ayuntamiento heredero de aquellas clases dominantes que alimentaban su dominio sobre las clases pobres con supercherías religiosas.

Buen instrumento de dominio la religión. Evitaba que las injusticias de los pobres se convirtieran en ira revolucionaria. Hasta que esa ira estalló. Este año ha resucitado el protocolo costumbrista de San Rafael. Y lo han sacado de procesión para que los mantenga a salvo de la peste de la pobreza causada por la indiferencia hacia las personas de los que ahora ejercen el poder en nombre de la clase dominante.

* Poeta