La crisis nos ha alterado la filosofía y los comportamientos de tal manera que parece como si hubiéramos convenido que lo de ahora es una noche oscura de estatuas de sal que volverán a caminar por sus fueros cuando todo sea como antes. En Córdoba ese estado de ánimo se puede ver retratado en el asunto del Palacio de Congresos. El sentido común dice que ahora no es tiempo de Torre Eiffel y por eso considera que el actual Palacio de Congresos, algo reformado, serviría para que los congresistas sacaran sus acertadas conclusiones científicas en un escenario cómodo y pasable, mitad historia, mitad belleza. Sin embargo, y aunque los partidarios del holandés errante --Koolhaas-- han aplazado su propuesta para cuando --un decir-- volvamos a ser ricos, los que apuestan por la periferia, allí por donde la joya se pule en la soledad de la distancia para que a nadie le entre la tentación de robarla, afirman que sobre esa lejanía dorada se levantará en breve el Centro de Congresos de Córdoba. Y ya está otra vez liada. Córdoba vuelve a ser Córdoba, a discutir a ver quién la tiene (la maqueta) más acorde con los tiempos y a colocarse su disfraz preferido: el de Penélope, que desteje lo tejido y desanda lo andado. El debate siempre es fructífero, democrático y saludable. Igual que las maquetas son el deseo antes de cuajar en realidad. Pero es el sino de Córdoba, cuya idiosincrasia abarca el radio de acción metropolitana, que incluye a Guadalcázar, de donde es el alcalde. Es estimulante convertirse en forastero en una Córdoba de caracteres preestablecidos para observar cómo a veces la discusión pública es un mero escaparate en el que cada cual sabe qué criterio debe dejar escrito --Miraflores, Torrijos o Parque Joyero-- para, en la soledad del libre albedrío, brindar por la propia conveniencia.