En tiempos de Mari Castaña --pleno siglo XIX--, el político y profesor liberal Claudio Moyano emprendió una reforma de la enseñanza que ha sido tenida como ejemplo esencial de lo que debe hacerse y pocas veces se efectuó. Desde entonces, desde don Claudio hasta el presente, hemos padecido planes de enseñanza a todo pasto; es decir, de todas las índoles y observancias. Puede afirmarse, sin demasiada exageración, que cada ministro del ramo ha puesto en práctica un plan. Así nos ha crecido el pelo. Quizás por eso, hemos ido asentando en cimientos sólidos el fracaso escolar, hasta conseguir el más elevado de Europa. Casi todos los planes --a los resultados nos remitimos--, han sido manifiestamente mejorables; viciados, a veces, por influencias ideológicas y sectarismos, que tan mal se avienen con una pedagogía seria, constante, que debería parecerse a la de algunos países próximos. Nosotros tenemos en la reminiscencia el plan ultramontano de las primeras décadas del franquismo, que parecía concebido para bachilleres seminaristas --siete años de latín; historia de España con el tufillo de un sacro cantar de gesta; lógica parapetada en los silogismos; ejercicio de la memoria sin ton ni son--, que fracasó con estrépito pues los frutos, en contra de lo que se pretendía, han resultado marcadamente laicos. Estos días el ministro Wert, que se cree --horror-- una lumbrera en la materia, está pergeñando un nuevo plan de enseñanza a su medida. Como nuestro conocimiento es solo periodístico, no podemos enjuiciarlo, pero, según leemos, tiene evidentes retrocesos, aunque pretenda combatir el taifismo educativo que nos desborda. Lo peor es que, no habiendo nacido del consenso, durará muy poco: hasta que el PP pierda su mayoría absoluta. Mientras los planes educativos sean como sueños de una noche de verano, viviremos enmarañados.

* Escritor