Más que de excesos policiales cabría hablar, pese a que se cometieron muchos y graves el 25-S, de defectos policiales. El principal de ellos, que no el único por cierto, el de la consideración de "enemigos" atribuida a los ciudadanos que se manifestaban contra el Gobierno y la clase política en general en las inmediaciones del Congreso. Esa consideración de "enemigos", expresada públicamente no hace mucho por el jefe de la policía de Valencia, quedó acreditada no solo en la actuación de los antidisturbios, desnortada, indiscriminada y violenta. No solo lo justificó la propia delegada del Gobierno, sino que se jactó de ello. Según Cifuentes, los policías antidisturbios no iban identificados "para evitar las denuncias falsas" de brutalidad. Ciertamente, podría alguien atribuir falsamente a un número, el impreso en la identificación que debe portarse, actos contrarios a la civilidad y a la ley, pero ese es un riesgo que va con el oficio. Así pues, lo que evita la ocultación de la identidad son las denuncias verdaderas, aquellas que la propia policía, y no digamos sus mandos políticos, debería ser la primera interesada en investigar y depurar. A menos, claro, que se pretenda devolver a la policía el carácter represivo que tuvo durante el franquismo. Los vídeos están ahí, y los testimonios de los golpeados y los detenidos, y la confirmación de policías infiltrados y de elementos provocadores, y todo ello habría de ser suficiente para abrir, no ya un debate, sino una investigación que señalara las correspondientes responsabilidades. Si el Gobierno de Rajoy no quiere que la gente se manifieste contra él (le gusta más, sin duda, la sumisión silente, masoca y ovina), que gobierne a favor de la gente, de sus derechos, de su bienestar y de sus intereses, que son los de la nación. Si no sabe o no quiere, que dimita, pero que no utilice a la policía para infundir pavor.

*Periodista