¿Dónde se sitúa Cataluña? Antes de los mapas esquinados, búsquenla en los primos carnales que se acunaron en la inmigración. De aquellos primeros veranos de la niñez, cuando bajaban a Andalucía, sabíamos que ellos no rallaban, sino que restregaban el tomate en el pan. Habría lágrimas en la despedida, pero el hogar lo marcaba esa baca cargada del coche. En Cataluña está enterrado mi tío. También reposan en tierras catalanas los restos fusilados de mi abuelo, y no creo que la deriva soberanista alcance al camposanto de Montjuic para cuestionar el carácter fratricida de aquella guerra. Busquen Cataluña en el comercial que te atiende en castellano al solicitar un presupuesto. O en todas las entidades catalanas que se han nitrificado en estos lares y cuyos representantes cuando menos carraspean si se les cuestiona por el hecho diferencial. Respetamos la estética propia de la catalanidad, que acaso no encaje con el sobredimensionado argumento historicista de Rafael Casanova, pero sí entronca con la burguesía de esa bomba que explosionó en el Liceo. La Semana Trágica y el Palacio de la Música, donde la polifonía del nacionalismo afilaba las uñas del dragón y de San Jorge, o viceversa. También hubo sombras, como la acomodaticia adaptación al franquismo, con el Barça como única válvula de escape, amén de Dalí, una panocha del Régimen, abjurado como Galileo. Hay hastío de representar el papel del hermano comprensible que se pasa la vida defendiendo las bonanzas del proyecto común. Existe en este viraje una clara huida hacia delante para desviar los problemas internos. Ningún derecho divino sostiene que las patrias sean inmutables, pero tampoco el destino manifiesto puede construirse sobre un mezquino victimismo y una calculada ambigüedad. La legitimidad, hoy por hoy, reside en el pueblo español. El Ebro no es el Mar Rojo de Nabuco, ni tampoco el sentencioso Rubicón.

*Abogado