En dos naciones tan diametralmente distintas, incomparables, como Rusia y Venezuela, sus dirigentes --Putin y Chávez-- han emprendido el camino de la democracia light , sin cafeína, en la que es muy sencillo dar gato por liebre. Están entronizando sistemas con apariencias formales de democracia y acciones concretas que la dificultan, desmembrándole las virtudes sustanciales. Ambos dirigentes cumplen la normativa establecida por ellos mismos, en cuanto a la duración de los mandatos o a la celebración periódica de los comicios; pero, fraudulentamente, van minando las energías de la libertad --sobre todo al contrapoder mediático--, apartando de manera fulminante a quienes les tosen: personas que, si lo exige el guión, pueden acabar en los reclusorios hispanoamericanos o en las tundras siberianas. Aseguran, con descaro inverosímil, que son demócratas de convicción y campanillas, aunque los hechos cruciales lo desmientan: el ruso restableciendo hábitos criptosoviéticos; y el locuaz venezolano prometiendo una deletérea revolución bolivariana, de estirpe castrista. En verdad, están consolidando dictaduras de hecho, usando los mimbres de la democracia. Mala cosa si recordamos, a lomos del proverbio, que todo se contagia menos lo bonito. Ya advertimos en el mundo actual --no solo en las parodias pluralistas que recorren los regímenes islámicos-- síntomas inquietantes de que, tras conseguir el poder, el máximo esfuerzo de quienes lo logran es conservarlo a machamartillo y no apearse nunca del tren que los llevó al mando, aunque en el empeño pueda salir el sol por Antequera. Para ello, instalados en las poltronas, emprenden acciones u omisiones que se apartan bastante de lo que retóricamente siguen llamando en sus peroratas el bien común, la justicia distributiva, la participación ciudadana o el patriotismo constitucional.

* Escritor