Me gustan los libros. Quizás por ello sea un antisano y un antiguo. No me importa. Como tampoco me importa considerar el libro impreso como un objeto de arte. Quizás es que sea un esteta caduco y obsoleto. Tampoco me importa. He aprendido y sigo aprendiendo mucho en los libros, incluso en los libros electrónicos, que me gustan menos pero no rechazo y alguna vez uso; se pregunta César Antonio Molina: "¿Más útil, barato, democrático el libro electrónico?". Quizás es que sea también un humanista irredento, aunque no crea mucho en el poder beatífico de la cultura.

Me gusta tener muchos libros, aunque los espacios cada vez se reduzcan más. Quizás es que sea un fetichista trasnochado. Y tener mi biblioteca como un proyecto de lectura, que se va cumpliendo con el tiempo. Me gusta rebuscar entre las estanterías, como un ratón de biblioteca, aquel libro que un día leí y hoy quiero recuperar para releer una frase, o quizás el texto completo. ¿Cuántas veces habré releído El Extranjero de Camus, El Arbol de la Ciencia de Baroja o los poemas de los Machado? Quizás es que sea un lector empedernido que aún encuentra un placer malsano en leer, cuando cada vez se escribe más y se lee menos.

Me sorprendo cuando entre las páginas de un libro encuentro una hoja perdida, un documento antiguo, una nota manuscrita en papel o en sus márgenes o simplemente una frase subrayada. O redescubro y recuerdo la dedicatoria de algún escritor famoso o no tanto o un poeta amigo. En esos documentos escondidos aunque no abandonados, encuentro parte de la vida que otros vivieron antes que yo, o incluso mi propia vida. Y encuentro dolor, dicha, información y ausencias. Con los libros viajo a otras culturas, épocas, personajes y siento esa nostalgia de los lugares nunca visitados que decía Pavese. Mis libros desde la juventud me han formado y con-formado y a veces hasta consolado y como las personas, cada uno tienen un olor diferente, una textura distinta y una piel propia. Cuando se acaba de leer un libro, por muy baja que sea su calidad, más si esta es alta, uno ya ha incorporado una vivencia nueva, es como una experiencia más en la vida; un enriquecimiento personal que cuaja de distinta forma a otras artes.

Me gusta que me regalen libros, pero casi más me gusta comprarlos, abrirlos por primera vez (no soporto el envoltorio plastificado), contar sus páginas, qué tipo de letra tienen y si hay algún colofón escrito. En esto de escribir colofones es experto y ha casi inventado un género propio el bibliófilo, editor y amigo Manuel Ruiz Luque, del que me gusta saber que tiene una excepcional biblioteca, que cuida con esmero en su Fundación montillana, porque como dice Manuel Rivas "preguntarse por el futuro del libro es también, y sobre todo, preguntarse qué pasará con el ecosistema del libro. Con las librerías y las bibliotecas".

Me gusta entrar en una librería y pasearme entre los estantes antes de elegir un libro, sin saber siquiera si era ese el que iba a comprar. Como también me gusta en las casas ajenas ver qué libros tienen mis anfritiones o que los que vienen a la mía escudriñen los míos (en esto lleva delantera mi cuñado Pepe Cobos). Aunque no me gusta prestar libros ni que me los presten, porque después de leerlos me gusta tener acceso a ellos, no por el refrán que dice "libro prestado, libro perdido". Quizás sea porque cada libro leído lo considero como parte de mí.

Siento un placer casi físico cuando editan un libro mío y lo veo por primera vez, aunque como a don Antonio Machado, me cueste trabajo releerlos, quizás por un insuperable sentido de la autocrítica. Y me noto especial cuando leo un clásico que me transporta a su época, es como si estuviera en una máquina del tiempo. Dice Italo Calvino: "Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera". Y aunque hay gente presta a certificar su defunción, el libro ha sobrevivido a sus quemas: Alejandría, la biblioteca de Alhakén o el propio Hitler.

Un libro es como un amigo donde he acompañado a personajes, he conocido e imaginado mundos, y forma parte de mi memoria personal y también colectiva. Son, más que un regalo, el mejor invento que define el ser humano. Por eso siempre me aterrorizó aquella profecía sobre la extinción obligada del libro en el Farenheit 451 de Ray Bradbury. Seguramente soy un enfermo, un antiguo, un malsano, un obsoleto, un fetichista y muchas cosas más innombrables, pero me gustan y me seguirán gustando los libros.

* Médico y poeta