No se confundan. No me refiero a ningún avaro rescate financiero, ni guerra nuclear recién declarada, ni a las últimas elecciones generales, ni estamos cerca de la Navidad. En realidad, no sabemos si entonces hizo tanta calor como ahora, fecha en que conmemoramos el día en que nos cambió la Historia: ese 29 de junio de 1236 en que las crónicas cuentan cómo las tropas de Fernando III El Santo entraron en la ciudad de Córdoba al frente de un ejército que rindió las huestes árabes que durante cinco siglos la habían ocupado, llevándola a ser la medina por excelencia, la joya de la península y la capital del Califato; fecha en que el príncipe Abu Hassen entregase no sólo las llaves de la ciudad al rey castellano, sino el futuro entero de nuevas generaciones.

Si los historiadores ya glosaron las proezas de Benito de Baños, Domingo Muñoz y de Alvar Colodro, me quiero imaginar qué sería de nosotros, y nosotras, si esa toma no hubiese ocurrido nunca, si fuéramos la Estambul del sur de Europa o la Marrakech del norte de Africa. Esa Córdoba de la media luna, de la que conservamos en el imaginario colectivo una visión ayuna de penurias y restricciones, evocadora y melancólica, llena de casas con patios y flores, de pensadores y filósofos, de músicos y mercaderes. Un esplendor que ya se inició con la anterior colonización romana, y que de la mano de la baja Edad Media entró en las sombras del desdén y el olvido, de la decadente irrelevancia, que pasó el testigo de su protagonismo por mucho que algunos quisieron sacar pecho.

La historia es inamovible. Y gracias a la presencia y esfuerzo de romanos y, sobre todo, árabes, el mundo conoce de nuestra existencia. Aunque la historia, ciertamente se escriba hoy en los centros financieros y políticos del mundo que nos quedan muy lejos, como escribía Ernesto Sábato, no es mecánica porque los hombres son libres en transformarla, y nos esforzamos en reconvertir nuestra originaria guerra de civilizaciones en una alianza de gentes y pueblos, de culturas y credos que ofrezcan a este mundo convulso referentes de convivencia, desde la palabra hecha poesía o la música en los acordes de una guitarra y, sobre todo, desde el trabajo, la esperanza y el afán de nuestras buenas gentes. Al fin y al cabo, los momentos felices de los hombres son los que no encontramos en la historia.

* Abogado