Carlos Calderón. 33 años. Casado. Policía. Es decir, una vida para servir a los demás. Pero una vida entera. Sin descanso.

Va con su mujer a la playa. Está de permiso, pero nunca de servir a quien lo necesite. En la playa se lanza a salvar unas vidas y allí deja la suya. Pero nos la deja en forma de amor. Con una entrega así es imposible no creer en el ser humano. La sal de la tierra.

Frente a las grandes noticias, una sencilla, casi anónima, que enseguida se perderá en esa infinita playa del tiempo y del olvido.

Frente a los asesinos terroristas, que matan por matar, una vida que se entrega por entregarse; frente a los que valoran el dinero por encima de todo, una vida donada sin esperar nada a cambio, ni siquiera el seguir viviendo; frente a la desesperanza de un mundo en caos, una esperanza, una afirmación radical en la vida, hasta darla por el sencillo hecho de que la necesita otro ser humano al que ni siquiera se le conoce.

Y nada más. Pasado, presente y futuro entregados en un instante, y sin más motivo que acudir a una persona que lo reclama.

Amanece cada día y gracias a personas así se sostiene este mundo.

Nadie ha visto a Dios, pero almas así son un reflejo del misterio con que la existencia nos envuelve.

Rompen con toda lógica egoísta, pacata, asesina, que tantas veces conforma la condición humana, y siembran en la eternidad una semilla de amor que viaja para siempre por todo el universo, aunque nadie la vea nunca.

* Escritor