Parece ser que los índices de confianza que necesitamos los españoles para que nos crean, en el entorno inmediato, no acaban de situarse en los dígitos mínimos que generen esa atmósfera respirable que, como plasma sanguíneo, precisamos para dibujar nuestro futuro, el de nuestros hijos y nuestros nietos.

Si en nuestra propia nación española no tratamos de crear ese ambiente, modificador de las actitudes actuales, que dimanen credibilidad, poco podemos esperar, a corto y medio plazo, de la renovación del paisaje de bienestar por el que tanto se apostó y tantas voluntades, unificadas, se plegaron, reconvirtieron y sudaron para conseguirlo.

Como si existiera una extraña Ley de Murphy que dictara, al convencimiento colectivo, que si el desempleo puede subir, subirá más; que si la desconfianza de los mercados se hace más patente, desconfiarán mucho más; que si la recesión continúa en el tiempo, éste hará que el decrecimiento sea más agresivo al desarrollo; que si el crecimiento del producto interior bruto crea trabajo, entonces creceremos negativamente; que, en definitiva, para España, en estos agrios y corrosivos tiempos, la "tostada siempre se caerá por el lado de la mantequilla".

¿Nos resignamos? ¿Nos conformamos? ¿Tendremos paciencia infinita? No, y mil veces no. Este país, con sus diecisiete autonomías, no vale "solo para flamenco y vino" como, dicharacheramente, ha dicho el secretario general adjunto de la OCDE Richard A. Boucher. Vale para bastantes más cosas: Vale para ser ejemplo de volver a escenificar lo ocurrido en 1978 cuando, constitucionalmente, nos erigimos en una democracia convencida de serlo. Vale para que no nos frustremos ante la actitud depresiva de los agentes económicos que harán un drama del objetivo del déficit público, aunque los españoles hubiésemos preferido que éste se hubiese asumido bajo la responsabilidad, corporativa, de todas las fuerzas políticas representadas en el Congreso de los Diputados. Vale para regenerar la imagen internacional de España, sin que sea arma arrojadiza en beneficio de políticos, foráneos, en campañas electorales, por muy franceses que sean; aunque a todos los españoles nos gustaría que cada partido político olvidara los enfrentamientos y digan lo que verdaderamente piensan, bajo la bandera, conciliadora, del mutuo respeto que construya un nuevo camino para un nuevo futuro. Vale para saber escuchar y conocer el trasfondo de las situaciones a las que nos enfrentamos; aunque para dominar esas circunstancias, la política ha de estar dispuesta a enterrar esa "Ley del Talión" que envenena la oratoria, intoxicando la calidad del debate con conductas vengativas que niegan, en sí mismas, la representatividad que, soberanamente, le otorgó la ciudadanía.

Vale para que los emprendedores y empresarios se estimulen con los criterios de salida a la crisis, a no dejarse vencer por el impacto sociológico que supone oír, veinticinco horas al día, que "estamos mal o muy mal"; pero los españoles, echamos de menos una banca pulcra, nada ponzoñosa, que considere innecesarias las confrontaciones interesadas hasta el límite del rompimiento visceral del flujo crediticio.

Y España también vale, y sirve, para demostrar al mundo que funcionó en un sistema política y económicamente complejo, creado a partir de un sistema simple que intentaba funcionar. Tan fácil y tan elemental como sentarse, absolutamente todos, alrededor de una mesa, sin levantarse de ella hasta estar todos de acuerdo. Y ese sistema se conoce por consenso.

* Gerente de empresa