Se hacen negros pronósticos sobre el futuro del euro. Muchos más creen que solo se salvará si Europa adopta decisiones drásticas que ahora parecen imposibles. También hay quien recuerda que la historia de la Unión Europea (UE) está marcada por situaciones extremas que se han resuelto cuando se creía que todo estaba perdido. Y no hay que descartar que eso también ocurra esta vez, aunque parece más difícil que nunca. Aunque se produjera ese milagro, la crisis económica y las decisiones que se han ido adoptando para paliar sus consecuencias han causado ya males irreversibles al proyecto de unidad europea. Y lo que está en cuestión es su futuro mismo.

Todos los pilares de la arquitectura política de la UE han sufrido daños estructurales que no pueden ser arreglados con meras reformas. El eje París-Berlín, fundamento histórico e incluso ideológico de la Unión, si no está roto formalmente sí ha dejado de existir en la práctica: el principal contradictor de la política europea de Angela Merkel es François Hollande. Este ha convertido en programa de gobierno su oposición a la austeridad sin límites y al dominio alemán, tras haber utilizado esos argumentos para ganar las elecciones presidenciales y legislativas. Tras anular la elevación de la edad de jubilación de los 60 a los 62 años decidida por Nicolas Sarkozy y de anunciar otros aumentos del gasto social, ahora Hollande va a decretar un impuesto del 3% sobre los dividendos. Y esa política contraria a Berlín corre pareja a una reafirmación del soberanismo francés que choca frontalmente con las propuestas de unidad fiscal que preconiza el Gobierno alemán: Hollande acaba de anunciar que Francia no va a renunciar a su fuerza de disuasión nuclear, uno de los símbolos más potentes de la grandeur gaullista.

La UE, como entidad política autónoma de los gobiernos, ha desaparecido del mapa. El presidente del Consejo, Van Rompuy, es casi un fantasma. Durao Barroso, presidente de la Comisión, es poco más que un agente de relaciones públicas al servicio de no se sabe bien quién. Obligado a contradecirse una y otra vez, el vicepresidente económico, Olli Rehn, ha optado por refugiarse en el silencio. Catherine Ashton, alta representante para Asuntos Exteriores, está desaparecida. Salvo esporádicas actuaciones de ministros en nombre de su Estado, Europa está ausente de los conflictos del momento: del de Siria, en el que podría ayudar a un entendimiento entre EEUU y Rusia, y, sobre todo, del de Egipto, donde parece estarse fraguando lo que podría ser el principio del fin de toda la primavera árabe e incluso el inicio de la temida revuelta islamista en una región fronteriza con la nuestra.

La vocación social del proyecto europeo, la seña de identidad que lo distinguía del modelo norteamericano, ha quedado arrumbada por la austeridad. Las reducciones de los gastos sociales son la norma en la Europa que no puede pagar sus deudas y en la Europa rica. No solo está claro que lo perdido no volverá jamás, ni en Alemania ni en Portugal, sino también que los ajustes no han hecho más que empezar. El empeoramiento de la calidad de la vida de la mayoría de los ciudadanos que eso provoca está hundiendo el prestigio de la idea de Europa en todos los países. Para alemanes, franceses, españoles o italianos, por no hablar de griegos o irlandeses, Bruselas es ya sinónimo de recortes, que es lo peor que se puede ser. El euroescepticismo crece en todas partes.

Todos esos elementos hacen distinta esta crisis europea de las que la han precedido. No solo porque el hundimiento económico de algunos de sus miembros, entre ellos España, ha borrado los datos y las dinámicas sobre los que la unidad se fue construyendo: ¿qué planes de futuro, qué reformas institucionales se pueden hacer con países que están abocados a largos años de profunda recesión? Sino también porque los fundamentos del espíritu europeo que alentaron, hace más de 60 años, la creación del Mercado Común, el embrión de la UE, se han deshecho: primero, por la acción disgregadora del loco neoliberalismo que propició el boom económico; y segundo, por el desastre que este generó. Hoy las divergencias entre Alemania, Finlandia, Suecia, Holanda y los países del ur parecen irreconciliables. Van más allá de las batallas de intereses que siempre ha habido en Europa. Responden a visiones distintas de Europa y de su colocación en el resto del mundo.

A corto plazo, las opiniones están divididas. Hay quien cree que la cumbre europea de la próxima semana logrará un apaño que permitirá tirar adelante unos meses, pero que no resolverá ninguno de los problemas sustanciales, que resurgirán en breve. Hay quien teme que no se conseguirá ni eso. Y son cada vez más los que piensan que el euro tiene los días contados: Berlusconi, esperando de nuevo pescar en río revuelto y acabar con Mario Monti, acaba de proponer que Italia se salga del euro. Sea como sea, la Unión Europea no se va a disolver como un azucarillo. Pero es muy posible que, antes o después, vuelva a ser únicamente una unión aduanera.

* Periodista