Cada día se escucha más el grito de quienes exigen una mayor integración europea como respuesta a la actual crisis. Pero los estados siguen haciendo oídos sordos, enrocados en sus viejas actitudes y políticas nacionalistas. Europa sigue secuestrada por su pasado.

En mi opinión, el problema de la lentitud de Europa es de inercia; radica más en las estructuras y menos en la conciencia de los ciudadanos. A fin de cuentas, el poder real sigue estando en los parlamentos y gobiernos nacionales, y la clientela de los políticos es nacional; a nivel europeo la democracia es poco más que simbólica y el poder ejecutivo está tutelado por los estados poderosos como Alemania, de modo que la velocidad de transmisión de la voluntad popular a través de las instituciones europeas es lenta hasta la desesperación y, por supuesto, infinitamente más lenta que la velocidad de transmisión de la voluntad económica de "los mercados". Para colmo, las pugnas entre los estados poderosos acaban depositando la presidencia de Europa en personalidades de segundo nivel que, si algo hacen, es contribuir a su menosprecio.

La ciudadanía, sin embargo, va por otro lado. Los europeos se mueven. Y no solo los hombres de negocios, sino también los estudiantes de Erasmus centroeuropeos que eligen universidades españolas, o los trabajadores españoles que prueban fortuna en Holanda o Alemania, o los pensionistas ingleses o alemanes que usan la sanidad española y establecen su residencia en la costa mediterránea. Todos ellos entienden que Europa debe ser una.

Instituciones como el euro y el Banco Central Europeo deberían contribuir a la construcción de Europa, al menos en teoría. Pero esta crisis nos ha revelado que no son suficientes. Y si, como también se ha comprobado a lo largo de estos años, son utilizadas como instrumento ilegítimo para servir a intereses nacionales e imponer la soberanía de un estado sobre la de otros, entonces pueden conducir al desvanecimiento del sueño europeo. Porque, si admitimos que el despilfarro y el espejismo de la bonanza económica ha traído el caos a países como Grecia, Portugal, Irlanda, Italia y España, también debemos admitir que eso se debe en gran medida al hecho de que cuando Alemania estuvo sumida en el estancamiento económico hacia el año 2000, como consecuencia del estallido de su propia burbuja tecnológica, el BCE decidió abaratar el dinero para favorecer la recuperación de la economía alemana, obviando que ello a su vez favorecería el crecimiento de una inmensa burbuja inmobiliaria en el resto de Europa, particularmente en una España que ya crecía entonces a una tasa del 5%, la más alta de Europa.

Cuando se analiza la historia completa del euro y la política monetaria europea, resulta evidente que Europa necesita políticas integradoras, solidarias, que reconozcan la complejidad y diversidad de las economías nacionales y sus ciclos particulares, y que tengan como objetivo la estabilidad del conjunto. Europa y todos sus estados tienen que estar para las duras y para las maduras. Sin negar lo difícil de la situación, me gustaría, no obstante, ser optimista, apelando al sentido etimológico de la apalabra crisis. Decía el gran filósofo Jürgen Habermas hace un par de años, cuando Alemania se empecinaba en que la crisis europea no era suya: "Con un poco de nervio político, la crisis de la moneda común puede acabar produciendo aquello que algunos esperaron en tiempos de la política exterior común europea: la conciencia, por encima de las fronteras nacionales, de compartir un destino europeo común".

* Profesor coordinador de Biología, Universidad de Córdoba