Además de caer en el anzuelo de la música de los 80, hay otras cosas, como dice Juan Perro, que para andar así jugando soy mayor. En el aeropuerto de Sevilla encontré un nuevo ejemplo de esa práctica tan extendida de llevar al paroxismo la liturgia de la despedida de soltero: la guardia pretoriana del presunto novio ataviada con un polo rojo y gualda, como un entorchado que viajaba a defender los colores nacionales. Y bien arropado el susodicho, disfrazado de langostino, incluidos esos ojos saltones que se apuraban en días de mejores ferias. Imagínense el descojone del puesto de control, donde no hacía falta desprenderse del cinturón de seguridad, sino cachear a otro tipo de carabinero. Había presentes en la zona de embarque un grupo de turistas japoneses. Razones tenían para pensar que esa comitiva era un homenaje a su paisano, flamante premio Príncipe de Asturias de la Comunicación. Dios mediante, Shigeru Miyamoto estará el próximo octubre en el teatro Campoamor, alucinando con el orvallo y los olores de Vetusta, como ya le ocurrió a Woody Allen. Miyamoto es el creador de Super Mario , el patrón digital de los fontaneros, el mentor del frikismo bueno en estos tiempos en los que la desesperación se infantiliza. Aguardando tiempos mejores, somos extensiones de los Manga, y un novio no puede afrontar los terrores de la hipoteca sin haberse vestido de Godzilla o de Lagarterana.

Esperpentos aparte, el gran mérito de Miyamoto ha sido la nueva entronización de los pulgares, algo devaluados desde el antojo de los Césares. El dedo índice se ha orillado como Europa, y todos los críos digitales han caído bajo la tiranía de su sucesor. Ya se nos avisaba antes de la eclosión de los videojuegos, cuando apenas destetados, nos canturreaban que, del huevo, fue el gordo quien se lo comió.

* Abogado