El fin de la guerra de Afganistán, o, para ser exactos, la salida de las tropas de la OTAN, ya tiene fecha oficial. Lo que no la tiene es la pacificación y la estabilidad de aquel país tras una década de guerra que tuvo su origen en la respuesta de EEUU al 11-M. A finales del 2014, la responsabilidad total de la seguridad deberá haber sido transferida a las fuerzas afganas. Los países que participan en la misión de la OTAN han manifestado sus prisas por retirarse. Al igual que todas las guerras históricas de aquel áspero territorio asiático, tampoco esta vez los ocupantes habrán vencido, ni mucho menos habrán asentado la democracia como había prometido el instigador de esta guerra, el presidente George W. Bush. En los últimos tiempos ya ni se hablaba de la estrategia Af-Pak, según la cual la solución del conflicto afgano pasa por Pakistán como país que ha jugado un papel de primer orden como refugio (y, a veces, origen) de los protagonistas de la violencia talibán. La guerra de Afganistán fue asumida por una OTAN que se reinventó como un gendarme mundial. Sin embargo, su legado es más bien escaso. El presidente Obama insistió en que pese a la retirada no se abandonará a los afganos, pero no abandonarles significa ayuda económica y no va a ser fácil encontrarla. Y eso siempre que el país no se hunda en un nuevo abismo como el que vivió en la ominosa era talibán.