Hace al menos tres años que nos arrastra el huracán de una economía abocada a la ruina, y tan habituados estamos ya a la cascada de pesimismo creciente que a veces cuesta trabajo distinguir entre las malas noticias y las peores. Entre macrorrecortes por arriba y por abajo, primas de riesgo, huelgas y demás angustias, estos días ha pasado casi desapercibido uno de esos aspectos de la realidad que además de revelar el estado de los bolsillos particulares, pésimo, supone un golpetazo a las conciencias, puesto que roza la parte más sensible de nuestra sociedad, los niños. El Informe anual de Unicef sobre la Infancia en España arroja datos tan estremecedores como que los niños son el grupo de edad más pobre, más incluso que los ancianos, y que 2,2 millones de ellos viven en hogares por debajo del umbral de la pobreza. Y añade el estudio que en el 2010 --la cosa habrá empeorado-- el porcentaje de pequeños en hogares con un nivel de pobreza alta fue del 13,7%, la mayor tasa de Europa salvo Rumanía y Bulgaria.

Los números son datos fríos, pero quizá pueda entenderse mejor su alcance si se completan con otro informe, el del Defensor del Menor de Andalucía, que José Chamizo acaba de presentar en el Parlamento autonómico. En él se alerta de la otra cara de la moneda, la desestructuración familiar que está provocando esa pobreza. Hasta el punto de que ha surgido un nuevo tipo de maltratador infantil, el chico que, acostumbrado a haber tenido todos los caprichos, se muestra ahora incapaz de aceptar las limitaciones materiales y se convierte en azote de los padres. El Estado del Bienestar se derrumba y llueven los cascotes. Pero hay partes especialmente vulnerables de la sociedad que los poderes públicos deben poner a salvo de la crisis.