Circulaban ayer en twitter dos comentarios que, aun perdidos en la maraña de tonterías y de justificados cabreos, levantaban el ánimo. Una chica joven gritaba a los cuatro vientos "Mi madre ha encontrado trabajo a los 53 años, no todo está perdido" (o algo así) y uno de esos líderes de la red proclamaba "la temida generación perdida puede ser la primera generación emprendedora y darle una lección al mundo". Todo ello entre cachondeítos a costa de Eurovisión, entretenimientos a cuenta de Esperanza Aguirre y un sin fin de temas que miras por encima de cuando en vez y que desbordan a cualquiera que pretenda tomarse la cosa en serio. Y entre certeros comentarios de periodistas y gentes de la calle sobre la actualidad del día, sobre los mensajes que lanza la justicia cuando vela con tanto ahínco por los poderosos y sobre la huelga de la educación, muchos marcados por la desesperanza de una sociedad que ya no cree útil la unión de muchos para evitar las tropelías de unos pocos.

Ahí está, en ese mundo que se distrae discutiendo por los hipotéticos abucheos de un estadio, la ilusión de una chica que ve recomponerse la vida de su familia, la ilusión de una cincuentona que no veía salida al paro, y el convencimiento de un gurú humanitario de que de la gente joven se puede esperar mucho, y, aunque su futuro es el más difícil para una generación en los últimos 50 años, ellos serán capaces de darle la vuelta al marcador.

Lo usaban mucho los políticos en campaña: "El partido está por jugar". La vida no es, desde luego, ningún juego que apetezca perder, y los años o las oportunidades que se pasan no van a volver. Pero la energía de los jóvenes tiene que ser capaz de barrer nuestro pesimismo y de construir un futuro mejor. No queda otra.