La Formación Profesional (FP) ha sido vista, desde sus inicios, como una especie de pariente pobre del sistema educativo. Ha quedado relegada tradicionalmente, a diferencia de otros países europeos, a un reducto de buena voluntad que no ha obtenido el reconocimiento que se merecía como un estadio más, decisivo, en la estructura de la enseñanza. Y los motivos han sido muy diversos. Entre otros, la falta de un criterio claro en la definición de los objetivos, el desconocimiento mutuo entre el mundo educativo y el productivo, la deserción por parte de los estudiantes y las continuas variaciones en la legislación. También es cierto que la implantación de la LOE (Ley Orgánica de Educación) derivó en un mayor protagonismo de la Formación Profesional. Se establecían puentes efectivos entre los grados superiores y el entorno universitario, se dignificaban los grados medios y se procuraba una mayor incidencia en el acceso al mercado de trabajo sin abandonar criterios pedagógicos avanzados. La FP se observa ahora como un referente a la hora de plantear soluciones a la lacerante situación del empleo juvenil. Más allá de la fácil ocupación en tiempos de vacas gordas, con la consiguiente disminución del nivel de los conocimientos adquiridos, se impone una mejora en todos los sentidos. Cualitativamente, para ofrecer a los estudiantes una formación intensa que les permita un empleo cualificado, y cuantitativamente, por cuanto la FP ve como aumenta, día a día, el número de matriculados. Por si fuera poco, el Gobierno debate aún la anunciada (y paralizada) reforma de la LOE. En una nueva encrucijada, la Formación Profesional pide paso y reclama solvencia y responsabilidad colectivas.