En un fin de semana de calurosas comuniones, nos hemos dado un buen baño de ingenuidad. Las guirnaldas y colgaduras, y los pétalos que alfombraron la calle Torres Cabrera habíanse insaculado de un tiempo sepia que olía al revenido marchitar de los altarcitos de las aulas. Para porfiar las voces blancas, y llevar las flores a María, no solo procesionaba la coronada Virgen del Carmen. El 13 de mayo remataba su estancia en Córdoba el más popular de los musicales. Con los esnobismos de la tecnología, digamos que Sonrisas y lágrimas ya se había visto en el Gran Teatro en 2D, cuando el tapizado de sus butacas había sido carcomido por el lúgubre ocio de la mocedad, sesiones dobles en las que las monjitas de la abadía de Nonnberg le daban paso a Maciste, sin más óbolos que los chicles pegados en el respaldo.

Será toda una cursilada caer en los cantos de sirena de la familia Trapp. La película que definitivamente abdució a Julie Andrews se remonta a la edad de oro de los musicales. Mediados los sesenta, este género se llevaba los oscars a espuertas, recogiendo la cosecha de un tiempo de engolosa y acaso impostada felicidad. Todo el pasado es ingenuo, pues ni Atila se libra que puedas bailar sobre su tumba.

Lo ingenuo vende, porque es el cenobio contra los valles de lágrimas, y el último contrafuerte frente a la insumisión, aunque, con el tiempo, todas las revoluciones también se hacen ingenuas. Ya le llegará su momento al 15M, un musical con la estética de Hair que simplifique de forma burda todos los contrasentidos de esta sociedad.

Mientras tanto, a nadie le amargue el dulce de tomar la senda de los piconeros y escuchar en estos Alpes chatos el sonido de la música.

*Abogado