Ayer no era ciertamente el mejor día para comprobar cómo recibían los mercados la cuarta reforma financiera española desde la crisis. La inestabilidad política de Grecia agrava aún más sus problemas económicos. En ese contexto, era difícil que la reforma anunciada el viernes tuviera una buena acogida, aunque no adoleciera de tantas lagunas. La principal, probablemente, sea que no explica de dónde saldrán los recursos para dotar a la banca del capital que ahora necesita, entre 22.000 y 28.000 millones. Pero no es menos importante que obliga a fijar reservas sobre créditos sin incidencias --sanos--, lo que es tanto como poner en duda la información que facilitan los bancos sobre sus riesgos. Y, además, aplica el mismo rasero a las entidades que nunca han tenido problemas como a otras que los arrastran. Reclamar la intervención de empresas independientes para valorar los balances bancarios equivale a pregonar a los cuatro vientos que el Banco de España no es fiable. En fin, que la última reforma financiera tiende a incrementar la desconfianza de los inversores en España y en sus instituciones. Cuando el ministro De Guindos, reclamaba ayer en Bruselas "cooperación" y una respuesta "conjunta" a sus compañeros del Eurogrupo dejaba a las claras que el Gobierno español pide ayuda porque ya ha hecho todo lo que estaba al alcance de su mano. A la vista de estos resultados, es más que temerario insistir en la aplicación de la política económica que dictan Berlín y Bruselas. Empieza a ser suicida.