El problema más acuciante, que no el más grave, de la economía española es el exceso de deuda. Mientras tengamos un 297,3% de deuda sobre PIB, un 92,1% de ella exterior, la economía española no puede esperar tasas de crecimiento por encima del 2%, a partir de la cual empezar a crear empleo.

Para atajar un problema de endeudamiento, lo primero es no aumentarlo. Y eso es lo que tenemos que hacer el conjunto de los agentes españoles. Así, las familias y empresas no financieras llevan ya tres años en los que ahorran más de lo que se endeudan (por eso no crecemos), mientras al sistema financiero se le impuso un ahorro forzoso (el aumento de su nivel de capitalización) que no está siendo suficiente. Por su parte, el sector público no sólo no empezó a ahorrar cuando debía, sino que lleva tres años de retraso en las medidas que tenía que haber tomado, por lo que ahora toca hacer un ajuste fiscal.

Hemos, pues, de ajustar el déficit público, no porque el volumen de nuestra deuda pública sea excesivo, sino porque no es sostenible, dada nuestra estructura de impuestos y de gastos, teniendo en cuenta, además, nuestra deuda total, la dependencia exterior y que somos una economía sectorial y empresarialmente débil. Hay que reducir el déficit público, no porque lo exija Bruselas, sino porque la lógica de una economía de mercado, abierta y con moneda única, así lo exige. Como hay que hacer una profunda reforma de nuestra economía para volver a crecer y crear empleo. Y, hasta aquí, coincido con la política económica del Gobierno.

En lo que ya no coincido es en la táctica.

Por el lado de los impuestos se improvisa continuamente. A la subida de los tramos del IRPF, le siguió una amnistía fiscal y ahora una reforma del Código Penal. Cuando el IRPF, por ejemplo, lo que necesita es una reforma en profundidad que acabe con la injusticia con que son tratadas las rentas del trabajo. Como es conveniente dejarse ya de tontadas con el IVA y las Cotizaciones Sociales y subir uno y bajar las otras. Como habría que replantear todo el resto de tasas y precios públicos. Pero para ello habría que tener un plan de reforma fiscal integral y coherente, con las correspondientes simulaciones de sus efectos recaudatorios, económicos y distributivos, y no una sucesión de ocurrencias parciales.

Por el lado de los gastos la táctica es no menos desastrosa. Es lógico que se esté parando la obra pública porque la dotación de capital físico no es pequeña. Lo que es absurdo es reducir la inversión en capital humano (mal llamado gasto en educación), en gran medida porque las personas que no se formen ahora no lo harán en el futuro, como no se pueden recuperar en el futuro las ideas y patentes que no se investiguen hoy. Que hay que moderar los gastos en educación y aumentar la productividad de los claustros es evidente, pero aumentar la ratio en las aulas (con pruebas empíricas de que eso empeora la calidad) cuando de lo que se trata es de que más estudiantes aprendan más, o cortar la financiación de la investigación básica, es una barbaridad. Como es una barbaridad de lesa humanidad dejar sin atención sanitaria a los inmigrantes, por mucha irregularidad en la que estén, cuando es posible reducir casi un 10% los gastos sanitarios con mejoras sencillas en la gestión.

Antes que esto, y sin negar la necesidad de hacer más eficientes la educación y la sanidad, mejor hubiera hecho el Gobierno reformando la administración pública territorial (empezando por los ayuntamientos), eliminando organismos superfluos, cerrando televisiones públicas o reduciendo subvenciones a las empresas y a los agentes sociales.

No. Me temo que así, no. Y menos sin un discurso valiente que nos explique la lógica de lo que se hace y por qué. Porque, además de medidas, este país necesita liderazgo.

* Profesor de Política Económica. ETEA/Universidad Loyola.