Los análisis críticos sobre el chasco que para media España ha supuesto el resultado de las elecciones andaluzas no solo son legítimos, sino también lógicos, previsibles y necesarios para el sano ejercicio del debate que tanto tonifica cualquier democracia. Sin embargo, a la hora de valorar el mensaje que cada cual nos deja en depósito, no conviene olvidar que una cosa es eso, un depósito, y otra, una deposición.

Quizás desde este posible y escatológico alivio, los exégetas del clientelismo, el voto sumiso --antes cautivo-- y la gandulería crónica del andaluz como únicos soportes de su voto se han desbocado esta semana como caballos mordidos por serpientes para explicar, sin explicarse, cómo el 25-M no ha roto definitivamente estos "ignominiosos" treinta años de 'sociatas' en el poder.

Frente a tanta histeria, el propio PP y su líder, Javier Arenas, con su medida y serena reacción, nos han dado una incontestable lección democrática, que devuelve a esta banda de apocalípticos a la zanja de los jinetes linajudos que siempre vieron a Andalucía desde la grupa de su soberbia o desde el excusado moral donde algunas firmas rubrican, con nocturnidad y alevosía, el más insultante de sus desprecios. Durante estos días, quienes viven con trauma tan larga espera a las puertas de San Telmo han encontrado sobrado alimento espiritual en las ventanas más esquinadas de los medios de comunicación.

Pero la realidad es otra. En toda elección hay votos de miedo, recelo, compromiso, principios, ideología o simplemente debidos a las más dispares circunstancias. Aquí no estamos ante ningún ADN patológico del pueblo andaluz que permita construir la letanía de envenenados prejuicios que los francotiradores de pluma y lengua están lanzando contra la "rancia tozudez" del Sur. No seré yo quien crea que el pueblo nunca se equivoca. El andaluz es tan infalible como el castellano de Peñaranda de Bracamonte, y tan libre como el catalán de Calella de Palafruguell. Tener que repetir tantas veces esto dice mucho de por qué el andaluz repite también tanto su voto.

Tan libre ha sido la Andalucía que ha votado a los partidos de izquierda como la que le ha dado la victoria --y regateado el poder-- a Javier Arenas, o la que se la dio --sin regateo alguno-- a Mariano Rajoy, sin olvidar la que sostiene y vota a manos llenas a tantos y tantos alcaldes populares del mapa andaluz.

Otra cosa es analizar el acierto o error de un voto y sus posibles consecuencias. El 25 M nos dijo que las encuestas fallaron, los profetas nos columpiamos, los populares se confiaron y solo el tiempo nos dirá --o no-- si Andalucía se equivocó. Los sondeos y los sondeados parecíamos convencidos de que Crisis+Cansancio+Corrupción era igual a Cambio. Sin embargo, pese a la angustia y el paro de la primera, la fatiga y el agotamiento del segundo, con 30 años de idéntico gobierno, y la infinita cutrez y desvergüenza del clan de la cocaína, lo que parecía una fórmula matemática se quedó un una discutible teoría sociopolítica. Los árbitros de la opinión pública no vieron la zancadilla que --sin querer y sin remedio-- Rajoy le puso a Arenas.

Para el PP, esta última cita electoral era como la forzada sobremesa de un largo menú degustación que el partido comenzó a servir en las municipales de mayo. Sin embargo, la contundencia de los últimos platos cocinados por Rajoy --en especial el asado de reforma electoral-- fueron espesando tanto la digestión de su mensaje que muchos andaluces decidieron el pasado domingo dejar el postre --la Junta-- para otro día, para otra convocatoria, para dentro, quizás, de cuatro años.

Tal vez el PP puso demasiada fe en los efectos tóxicos del clima de corrupción generado por los EREs, sin tener en cuenta la generosa pituitaria de la sociedad actual, curtida ya en los aromas del fango y las fragancias fecales de la inmoralidad pública. Los andaluces le han pasado un moderado peaje al PSOE por estos escándalos, pero las fauces de la política de recortes de cuartos y derechos han hecho que pueda más el miedo que el asco. Lamentablemente, en aquello de la higiene democrática, el criterio de los españoles de aquí, de allí, de Valencia, de Sevilla o de Madrid es manifiestamente mejorable. Por H o por B, las chorizadas de los corruptos siempre acaban convertidas en gangas de mercadillo electoral.

Sea como fuere, la situación a la que nos enfrentamos no permite más miradas al retrovisor. Sobra inquietud ante tanta urgencia. Las necesidades están claras y el mensaje de las urnas --un gobierno de izquierda-- también parece obvio. Sin embargo, las incógnitas pendientes suenan como alarmas, porque si, por un lado, de oficio se adivina la confrontación Madrid-Sevilla, por otro, difícil suena el acuerdo entre PSOE e Izquierda Unida, después del precedente del 94 y la distancia abismal que hay entre un partido que nunca ha dejado de gobernar y otro que, al menos en Andalucía, cuando tuvo la oportunidad no quiso hacerlo. El lastre de IU es la miopía que le deforma el poder cuando lo tiene cerca, y el del PSOE, la presbicia con la que ya lo ve. Conociendo, solo de lejos, al personal, si no hacen un especial esfuerzo, hasta ahora desconocido, puede que estemos más cerca de un fracaso que de una oportunidad.

-Pero eso ya es razón para otro día.