Como espectador de televisión, de telediarios, quedo espantado: Cristina Fernández de Kirchner, la presidenta de los argentinos, grita un tanto histérica a favor y en presencia de Garzón, ante público abundante, contra la condena del juez por perseguir los crímenes del franquismo, y el propio Garzón, presente, sonríe halagado. Pero es totalmente falso. No ha sido por esa persecución por la que ha sido inhabilitado.

Como adicto a la lectura prioritaria de la prensa de cada día, anterior incluso al zumo de naranja, quedo consternado: según el barómetro de Gesop, el 59,7 % de los encuestados considera injusta la sentencia que acabó con la carrera judicial de Garzón. Consternado porque doy por supuesto que los que así opinan creen que el juez ha sido inhabilitado por perseguidor del franquismo, lo que no es.

Y lo más perjudicial: todo esto ha hecho que para más de la mitad de los españoles empeore el concepto de la justicia.

Frente a este panorama, al comenzar este artículo, me siento como debiera haberse sentido Don Quijote ante los molinos de viento de haberlos reconocido como tales: una fuerza giratoria e imparable, contraria a todo razonamiento y, en las antípodas de la quietud neutral pensante necesaria para dilucidar.

La causa en la que se ha dictado sentencia condenatoria difiere de las otras dos seguidas a Garzón en que no se ha iniciado por querella de colectivos de extrema derecha, sino por la de un abogado. Y adelanto: innumerables abogados, con diferentes ideologías, han proclamado, a propósito del caso, que estiman prioritario salvaguardar el sacrosanto derecho de defensa. Que desde luego lo es (con otros preceptos, los artículos 17 y 24 de nuestra Constitución).

Es un sarcasmo que el tal Correa, corazón de la trama Gürtel, imputado por ello, haya sido también acusador, pero eso es anécdota y secundario. Ya le llegará lo suyo (dice un refrán que a cada cerdo le llega su San Martín). No ha acusado el Ministerio Fiscal.

Los hechos de esta causa, titulada de las escuchas, son muy importantes y graves, pero al mismo tiempo, de una gran simplicidad: están escritos, han sido reconocidos y no han sido contradichos, sino reafirmados, por conductas anteriores, paralelas o subsiguientes. El acusado, como juez instructor, dictó una resolución, luego prorrogada por otra, en la que ordenaba de forma indiscriminada y con amplios límites temporales la escucha y grabación de todas las comunicaciones de todos los internos por el caso Gürtel, meros imputados, con cualquier clase de abogado --defensor o llamado-- que contactara con ellos en los locutorios de la prisión.

Poniendo por delante de que de tales escuchas y grabaciones no salió ningún descubrimiento y, por tanto, ninguna imputación, he de decir para los que suponen que "esto le ha pasado a Garzón por ser Garzón, pero a saber cuántos compañeros con anterioridad-", que en mi larga vida profesional no he conocido un caso igual ni siquiera por referencias y que el presidente del tribunal que ha condenado a Garzón --curiosamente, tenido por persona de izquierdas-- ha manifestado en una entrevista de prensa que es la primera vez, que se sepa, que en la historia judicial española se hace algo así.

Es que es muy gordo. No se trata de interceptar unas comunicaciones telefónicas por unas sospechas; se trata de poner un micrófono en el confesionario, sin indicios justificadores. Si ni siquiera ahí, en el locutorio de la prisión, el detenido puede estar seguro de tener cubierta la intimidad para contar a su letrado incluso lo que tiene derecho a callar ante el tribunal... ¡apaga y vámonos! El derecho de defensa, primordial en toda nación moderna, en toda democracia, quedaría desmantelado.

Y si fue grave el mandato judicial --por cierto bajo el paraguas de un precepto aplicable exclusivamente a casos de terrorismo-- y mantenerlo, peor fue lo siguiente: cuando el Fiscal y la policía andaban preocupados por lo que se estaba haciendo, y preguntaban por la forma de prevenir el derecho de defensa, el juez encargó a un oficial del juzgado que fuera él quien borrara las grabaciones que afectaran al derecho de defensa, siguiendo las instrucciones de una fiscal que andaba por allí. O sea: si se comportó como jurista grosero cuando dictó el auto, se comportó luego como juez descuidado a la hora de controlar sus consecuencias, encargando al zorro el cuidado del gallinero.

El traje de supermán sienta mal al humano. Garzón es lo que es, un hombre excepcional, que, admirable en las persecuciones de Pinochet y los torturadores argentinos, se ha comportado de una forma tan claramente condenable y tan justamente condenada, que hago una apuesta: no recurrirá a Estrasburgo; si lo hiciere, el tribunal internacional confirmaría la condena española, lo que destruiría la aureola con la que de ahora en adelante va a vivir Garzón.

Garzón, sencillamente un hombre capaz de lo mejor y lo peor.

* Abogado y escritor