El Gobierno ha hecho bien en no entablar una guerra de cifras con los sindicatos a propósito del seguimiento de la huelga general de ayer contra la reforma laboral que ahora se tramita en el Congreso. Resulta tan evidente que fue una huelga general como que no consiguió paralizar enteramente al país. En Córdoba, por ejemplo, tuvo un seguimiento dispar, pero fue rotunda y contundente en su manifestación, una de las más masivas ocurridas en la ciudad. Pero habría sido muy ingenuo confiar en que la desmovilización, el miedo y el desánimo de los ciudadanos iban a dejar solos a los sindicatos. La larga crisis económica, que no es achacable a ningún Gobierno en concreto, y las medidas que se vienen aplicando desde mayo del 2010 han provocado un gran malestar social y una gran incertidumbre sobre el futuro. No hay que ser un gran sociólogo para entender que esa tensión no se acaba con el castigo a un Gobierno en las urnas, como ocurrió en noviembre pasado en España cuando el PSOE perdió las elecciones.

Por eso la respuesta de ayer de Fátima Báñez ofreciéndose para el diálogo y la negociación durante el trámite parlamentario fue oportuna, aunque tuviera tanto interés en subrayar que la parte troncal de la reforma es inamovible. Habría sido preferible que la ministra hubiera admitido públicamente el peso de los argumentos sindicales, así como un cambio de orientación en lo que hasta ahora ha sido su actitud, pero es muy difícil que un político corra el riesgo de que lo tomen por débil. Solo los hechos dirán si estas palabras de la ministra fueron una forma de salir del paso --lo más probable-- o si realmente el Gobierno tendrá en cuenta a los millones de personas que ayer protestaron no acudiendo a sus puestos de trabajo y manifestando su descontento en las calles.

Aún y suponiéndole al Gobierno la mejor disposición para entenderse con los sindicatos en esta materia, lo cierto es que tampoco tiene mucho margen de maniobra frente a Europa. Primero, porque las instituciones comunitarias han pedido reiteradamente a España una reforma laboral, aunque nadie puede decir que tiene que ser necesariamente esta. En segundo lugar, porque quizá Rajoy, como su ministro de Economía, hablaron y presumieron demasiado de la reforma que estaban preparando fuera del país y en ámbitos donde ahora introducir retoques podría interpretarse como marcha atrás. En realidad, si la estrategia gubernamental frente a la Comisión Europea era vender reformas profundas y decididas a cambio de obtener árnica en el cumplimiento de los objetivos de reducción del déficit, ya hemos visto que no ha dado resultado. La reforma financiera tampoco acaba de funcionar, según ha dicho el presidente de la patronal bancaria española. Y la laboral amenaza con desembocar en grandes protestas. Los sindicatos han tendido la mano para negociar mejoras en el proyecto de ley, una oferta que debería ser generosa e incluir algunos cambios, como la flexibilidad interna de las empresas y la agilización de los procesos para adaptarse a la cambiante coyuntura económica.