Era sábado, día 3 y mediodía... De golpe, me dije: nos prometieron el sueño de un palacio y ahora, una larga década después, nos despiertan con el anuncio de un pabellón. Fue la espontánea expresión de un desengaño, la reacción gástrica de un susto.

Hoy, sin embargo, completaría la literalidad de este asombro. La responsabilidad nos obliga a esperar los detalles de este nuevo centro de congresos con el que el alcalde nos sorprendió, para saber si, despojado ya de su caro y pregonado renombre, nos ofrece al menos la respuesta funcional que Córdoba reclama. Entiendo que, ante tan sorprendente cambio de rumbo, la ciudad necesita madurar su criterio con el abono del tiempo, los detalles y la razón.

Por el momento, mientras se concreta esta declaración de intenciones, no podemos ni debemos olvidar cómo y por qué hemos llegado hasta aquí. El balance de estos doce años pasados y perdidos duele como una herida abierta en la memoria de Córdoba y en el bolsillo de los cordobeses.

Al principio fue el problema de una desproporcionada apuesta. Aunque eran los tiempos en los que se aplaudía la osadía política y la grandilocuencia urbanística, la ciudad no tenía alas para tan alto vuelo. Eso sí, Córdoba andaba cortita de atrevimientos y quizás por eso nos pasamos tres pueblos en un primer proyecto que, pese a la distancia de siglos y estilos, hubiese firmado el propio Abderramán III. El frenazo posterior y su aparente ajuste a nuestros límites financieros desataron un tiempo de impotencia política que se cerró en las pasadas elecciones municipales con la posible paradoja --ahora confirmada-- de que, cuanto más cerca estuvo el proyecto de hacerse realidad, más cerca se quedó de su definitivo entierro.

Ni Rosa Aguilar, ni Andrés Ocaña pudieron capear la debilidad estructural de IU en el mapa de los poderes ajenos, ni los sucesivos líderes locales del PSOE pudieron superar su acusada endeblez política para exigir a los dos gobiernos de sus propias siglas el respaldo y la agilidad que el proyecto necesitaba. La flema y la desgana con las que abordaron en Madrid y Sevilla su cien veces expresado apoyo permitió que los enredos administrativos y financieros lo dejaran bloqueado a las puertas de las urnas. (Y así agotó la izquierda su gran oportunidad).

Luego llegó el nuevo alcalde. José Antonio Nieto había asumido con la boca pequeña el consenso general para sacar adelante el proyecto, pero convirtió sus recelos sobre el excesivo coste de construcción y mantenimiento en un desafío claro a ocho meses vista: si la Junta y el Gobierno central no aumentaban su aportación, el proyecto solo se haría cuando Rajoy y Arenas ganasen sus respectivas elecciones, porque de ellos --según dijo y reiteró-- sí tenía el compromiso expreso de atender su petición.

En esas estábamos --con Rajoy en la Moncloa y Arenas a tres semanas de (poder) llegar a la Junta-- cuando en un delirante paripé, vestido de jornada electo-empresarial, nos presentan a bocajarro la fórmula del pabellón como nueva y sorprendente solución final. Nadie duda de que estamos en tiempos de tiro corto, ni que las tres partes implicadas están en su derecho --y puede que en su deber--, incluido el presidente de CECO, que sigue siendo el perejil de todas las salsas, incluidas aquellas que cocinan los alérgicos al perejil.

El caso es que para este viaje no hacía falta tan burdo teatro. La ciudad merecía otras formas.

El alcalde está sobrado de legitimidad democrática e institucional para plantearle a la ciudad, desde el primer día, lisa y directamente, sin malabarismos estratégicos ni recursos de chistera, su decisión de buscar una alternativa más asumible económicamente para este proyecto. Fueran cuales fueran los antecedentes, fuese cual fuese la polémica que pudiera generar. La crisis da y quita a diario razones y coartadas para cambiar el paso y liberar compromisos, pero la crisis no explica tanto trecho entre lo dicho y lo hecho, ni justifica estos ocho meses de incomprensible contradicción entre lo que se decía y lo que se callaba. Porque no estamos en una de esas iniciativas en las que la prudencia y la discreción constituyen su mejor salvoconducto. Estamos en la ruinosa historia de una ambición que nos ha dejado con las vergüenzas al aire. La hemeroteca de estos años nos ofrece un memorial de frustraciones contantes --casi diez millones de euros perdidos-- y sonantes, en el que ya no caben más regates, misterios, engaños ni torpezas. Aquí pasó el tiempo de los muñidores, aquí la prudencia exige verdad y transparencia.

Los tres padrinos del nuevo proyecto --en especial el Ayuntamiento-- tienen por delante la tarea de ganar el crédito social que tanto ha despilfarrado en estos años la clase política mientras convertía una legítima aspiración en una sonora quimera.

A estas alturas, sobre el trazo grueso de lo que han presentado solo cabe adelantar que rompe consensos, quiebra expectativas, pierde inversiones ya asumidas, mantiene el desequilibrio urbano y vuelve a desdibujar la postal tantas veces imaginada del río abrazado a la ciudad. Por contra, se supone que ahorra costes y..., eso, ahorra costes, aunque --válgame Dios-- ayer Nieto aseguraba que el coste no es lo determinante (¡!).

Entendámoslo como un lapsus del mensaje que el nuevo proyecto encierra. En estos momentos no podemos obviar el peso de la realidad y el riesgo del deseo. El momento pide mesura y ahorro y no aconseja ligerezas con lo que no sea práctico y funcional. Imaginamos que el proyecto definitivo aportará la solvencia técnica que avale la prioridad de este argumentario y algún que otro gramo de imaginación para que todos podamos comprender que donde antes solo cupo la dimensión ególatra de un canónigo ahora quepan todas las aspiraciones comerciales de una ciudad.

El debate que se abre puede ser vivo, pero no suicida. Córdoba no está para un nuevo folletín. Tampoco podemos olvidar a quién han elegido los cordobeses para que diseñe el futuro de la ciudad durante los próximos cuatro años. A su favor, el alcalde cuenta con esta requetecitada legitimidad y debería contar también con el compromiso de todos para opinar desde la libertad, pero actuar desde la responsabilidad. No podemos atascarnos de nuevo en el viejo vicio de convertir la crítica en zancadilla, la discrepancia en sabotaje o el desacuerdo en una batalla sin fin.

Es cierto que estamos ante el lamento de una gran oportunidad perdida (¿?), el fastidio por la forma de perderla y la impaciente urgencia por conocer la alternativa, pero cuando nos detallen el proyecto que ahora nos insinúan será el momento del criterio final. Por ahora, parece claro que el vuelo directo entre Amsterdam y Miraflores se ha cancelado definitivamente. Y da la impresión de que debemos ir pensando en la otra ruta, si no queremos quedarnos otra década en tierra.

Aunque, bien pensado, si nos quedamos de nuevo en tierra, siempre tendremos el consuelo de poder pasear de memoria por la gran obra urbanística de la Córdoba del último siglo: el Bulevar de los Sueños Rotos.