Hablar de feria en Córdoba es remontarse automáticamente al colofón de mayo. Si me apuran, el espectro más leído apuntará a Baroja y su Feria de los discretos , un daguerrotipo de la Córdoba decimonónica. El mayo florido y la inspiración cordobita del escritor vasco se citan en la misma encrucijada: un tiempo de tratantes de ganado en torno a cuya prosperidad surgieron azucarillos, kermeses y fuegos de artificio. En el fondo, las ferias que engolosinaban el Paseo de la Victoria se afanaban en las mismas intenciones que las exposiciones universales. Claro que estas últimas otorgaban medallas historiadas a los mejores concursantes, y las vacas se conformaban con una escarapela. Pero todo se ceñía al sentimiento lúdico del negocio, antes de que los aprendices de político comenzasen a balbucear la economía de escala.

Darían las ferias para un tratado de biología. Lástima que en lugar de ceñirnos a las bacterias y las eucariotas, tengamos que referirnos a los caprichos del mercado. Las ferias de Córdoba vienen a ser como el elefante de Java, una especie en extinción, cuyo hábitat coquetea con el morbo de los días contados. No hay tejido industrial, ni siquiera para sustentar la premisa básica, que en estos casos antepone el estar al ser. Renunciar al estand de ediciones anteriores supone aventar la plañidera carroña de la competencia. Estamos sin feria de muestras, aunque vistos los amagos de sus últimos estertores, poco se diferenciaban de un fuego de campamento.

Muy mal tenía que estar Ifeco cuando los más incondicionales de estos eventos (escolares y pensionistas) también le daban la espalda. Y eso que salían repletos de bolsas y sin tocar la cartera de pedidos. Solo nos queda reinventarnos o beber los aires de unos días en los que lo más moderno era el agua con sifón.

*Abogado