El surrealismo, manifestado solemnemente por Andrè Breton en el tópico París feliz de 1924, es un dictado del pensamiento, traducido en hechos desconcertantes -al margen de las preocupaciones éticas-, que caen fuera del control de la razón por sobrepasar la ciega materialidad de lo real. Aunque el movimiento sacudió, tal un terremoto estético, a la dulce Francia, en España la gentil tuvo eminentes seguidores, como el pintor ampurdanés Salvador Dalí. Y no es exagerado proclamar al áspero cineasta Luis Buñuel nuestro máximo surrealista, tal vez porque su patria española está repleta de situaciones con dicha consistencia. Basta recordar, entre un sinfín de ejemplos, que en Alcira exhiben una pluma de las alas del arcángel San Gabriel o que el Jefe del Estado vivió durante 40 años, en pleno siglo XX, confortado por la cercanía del brazo incorrupto de Santa Teresa. Esto último, para el profesor Aranguren, constituye una expresión suprema de la tendencia surrealista, que estos días, con la condena de Garzón, ha reverdecido. Aún considerando justo e irrefutable el fallo, entra dentro del puro surrealismo que los efectos netos de la pena impuesta, en vez de castigarlo, estén premiando su ego estelar. Ni en sueños, se habría visto alabado en el editorial de la publicación más difundida del mundo, luciendo su imagen en portada, mientras instituciones y universidades prestigiosas se lo rifan. El surrealismo impregna a este país. Sin ir lejos, en nuestra ciudad llevamos una década, dale que dale con el Palacio del Sur, pagando facturas de proyectos, anunciando etéreas subvenciones, fijando fecha para colocar la primera piedra. Pero, lo cierto es que a estas alturas, nadie sabe si habrá edificio o definitivamente cancelarán su construcción. Un gatuperio que, de escribirse algún día con detalle, podría ser un best seller del surrealismo hispano.

* Escritor