La envergadura de las operaciones emprendidas por el brazo armado de la oposición siria, el llamado Ejército Libre Sirio, una amalgama de militares desertores y partidarios de la acción directa con base en Turquía, y la decisión de la Liga Arabe de retirar la misión encargada de serenar los ánimos dan cuenta de las dificultades que debe afrontar el régimen de Bashar el Asad para conservar el poder. La llama de la guerra civil ha prendido en Siria. Las Fuerzas Armadas, columna vertebral de la dictadura, emiten señales de descomposición y la posibilidad de un desenlace negociado se antoja imposible.

La mayor diferencia por comparación con Libia, donde solo la fuerza de las armas, con ayuda occidental, pudo deponer al tirano, es que una estrategia parecida en Siria entraña más riesgos. En primer lugar, porque se trata de un país fronterizo con Israel, con quien mantiene una disputa fronteriza desde 1967 a propósito de la ocupación de los altos del Golán.

En segundo lugar, porque el régimen sirio conserva una tutela indirecta sobre Líbano y apoya a Hizbulá, socio a su vez de la teocracia iraní.

En última instancia, porque la guerra civil en curso alimenta el fuego de una guerra confesional entre la secta alauí, minoritaria, y el resto de la población.

Todo lo cual quizá sea insuficiente para que el régimen sirio se encuentre a salvo, pero no para que prolongue su agonía y el baño de sangre que hasta la fecha supera los 5.000 muertos.