El trabajo inacabado el 9 de diciembre en Bruselas sobre las reformas para hacer frente a la crisis del euro debe llegar hoy a su conclusión en la reunión del Consejo Europeo. El pacto fiscal a 26 --tras el descuelgue del Reino Unido-- marcaba un importante avance hacia la integración presupuestaria y la política económica común, pero era y es fruto de la ortodoxia financiera germana, que ve en la austeridad el único remedio a los males de la UE. Desde entonces han aumentado y se han amplificado las voces desde los sectores más dispares reclamando como imprescindibles los estímulos al crecimiento, además de la estabilidad presupuestaria. De lo contrario, el resultado de sumar la austeridad máxima y la falta de crecimiento puede desembocar en un mayor empobrecimiento. Estas llamadas parece que finalmente han sido recogidas por quien más se había enrocado en la defensa a ultranza de la austeridad, Merkel. En la cumbre se reconocerá que solo con aquella medicina no se saldrá de la crisis. Pero lo que posiblemente aparezca es una gran diferencia de opinión sobre cuáles deben ser los instrumentos para estimular el crecimiento. Los escasos avances alcanzados en la anterior cumbre sobre el papel del BCE o sobre los eurobonos no permiten albergar muchas esperanzas en este punto, más allá de que los líderes europeos alcancen compromisos vagos, no inmediatos o de poco calado. La lentitud en la toma de decisiones en estos dos años de crisis de la eurozona no ha hecho más que agravar la situación. Europa no puede permitirse seguir perdiendo el tiempo, porque el mundo sigue cambiando y lo hace a velocidad de vértigo. Podría darse que, cuando salga de esta pesadilla, ni se reconozca a sí misma ni el mundo con el que deberá medirse.