El propósito del Gobierno de introducir en el Código Penal la prisión permanente revisable --para la oposición, cadena perpetua revisable-- divide a los expertos, alarma a la izquierda y plantea algunos interrogantes que el miércoles soslayó el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. El primero de todos ellos es preguntarse por la necesidad de introducir esta pena extrema a la luz de la realidad estadística de los bajos índices de delincuencia de España y, al mismo tiempo, la altísima población reclusa que acogen los establecimientos penitenciarios. Pero hay otros dos motivos para dudar de la necesidad de ampliar la métrica penal a la prisión permanente: el primero es de orden constitucional; el segundo, conceptual. La Constitución establece de forma inequívoca que el objetivo del sistema penal español es rehabilitar al condenado y lograr su reinserción. De tal manera que nuestra Carta Magna está en las antípodas del pesimismo social que alienta detrás de una pena que, por definición, tendrá una duración ilimitada, como si fuese imposible la remisión en vida del delito cometido, aunque se deje abierta la posibilidad de que "la rehabilitación determine el fin de la condena", en palabras del ministro. Un criterio jurídico en el que sobresalen la inexistencia de plazos de cumplimiento y la subjetividad a la hora de establecer la rehabilitación del penado. En el seno de un ordenamiento penal que incluye la posibilidad de cumplir una pena de hasta 40 años, dar pasos por la senda de la cadena perpetua parece tan innecesario como populista. El Gobierno sostiene que su programa incluía este punto de la reforma de la justicia, pero, si se hubiese olvidado de él, nadie habría presentado una reclamación.