El orden natural de las cosas fue inventado como creencia para el soporte de las leyes. Pero, ¿qué es el orden natural? Podría definirse en aquel brevísimo verso de aquel breve poema de nuestro Jorge Guillén, "el mundo está bien hecho", aunque a la vista está que es un desastre. Y que no es lógico ni lícito ni excusable que siempre tenga que haber ricos y pobres, guerra y paz, inteligentes y torpes, listos e incautos, mourinhos y guardiolas, pepes e iniestas, etcétera. Una de esas personas creyentes en el orden natural como filosofía política y aplicación profiláctica era Manuel Fraga, el gran camaleón, inteligencia natural donde las hubo, persona soberbia donde las hubo. Tenía el Estado con todas sus proporciones y desproporciones en su cerebro privilegiado. Tengo de Fraga la referencia personal de una paisana y amiga de mi generación que fue una de sus secretarias en el Ministerio del Interior y me contaba y no acababa de sus virtudes políticas, que las tuvo, de su capacidad de trabajo y de su inmensa capacidad de lectura que siempre envidié sanamente, aunque no debo quejarme de mi propia capacidad de lectura, aún asombrosa. No es nada especial, esa capacidad proviene del orden natural del vicio de leer. Según mi amiga, Fraga llegaba al ministerio muy temprano, pedía la prensa de la mañana y extendía en una enorme mesa unos veinte periódicos que leía casi simultáneamente sin entrar en detalles. Ahora que ha muerto Fraga y que en gloria esté en el orden natural de sus principios de creyente, no hay que hacer sangre de la enemistad política que siempre le profesé ni de mi secreta admiración por su capacidad de lectura y de asimilación simultánea. No hay que hacer sangre de quien creyó en el orden civil y en la paz del estacazo, ni de quien se creyó en su soberbia que la calle era suya, de quien, pese a asimilarla, nunca creyó en otra democracia que no fuera la democracia orgánica. Lo que nunca olvidaré del viejo gruñón extremista será el infausto recuerdo de los llamados sucesos de Vitoria de 1976, con el balance de cinco víctimas mortales a las que la conciencia cristiana de Fraga no objetó en absoluto. Las conciencias tienen eso, su propio orden natural de quien no hay quien las saque. De ahí que sus actos de la vida encajen como anillo al dedo en el gran excusario de cualquier acusativo, que, en realidad, es genitivo y es cierto que provienen de los genes pero también de la educación recibida y de las compañías buenas o malas que uno se encuentra en la vida. Conducta, pues, como la de Fraga o como la de Garzón que al hacerse juez con sus ideas más inclinadas a la izquierda, se metió en territorio comanche. O en un berenjenal. O en muchos, según sus enemigos. Aunque también es de vergüenza civil que los pájaros tiren a las escopetas y que esos sujetos de la Gürtel o el querer exhumar la memoria de los crímenes del franquismo hayan sentado a Garzón en el banquillo de los acusados de cumplir las exigencias de su propio orden natural, como Fraga cumplió las suyas. Y ese capitán italiano del Costa Concordia tuviera muy claro en su propio orden natural que más vale cobarde vivo que héroe muerto. Y que cualquier naufragio pone a prueba a los capitanes de barco para cruceros populares y a los directores de sucursales bancarias que le aconsejan al personal del barrio que inviertan sus dinerillos en participaciones preferentes, ignorando que por sí o por orden de su banco o caja están cometiendo un acto de latrocinio. Acto que es más bien propio del orden natural de los grandes directivos de cajas o bancos pero no de insignificantes jefecillos de sucursal.

Sobre cuyas conductas conozco un chistecillo: el director de sucursal que, al morir, es enviado al limbo y al preguntar la causa le responden: por haber cometido actos de latrocinio no para sí sino para los directivos de su banco. Pues eso.

* Poeta