Cada vez que veo a un hombre con un carro de supermercado lleno de chatarra no puedo evitar pensar en el trapero de Serrat, que compraba botellas y papeles mucho antes de que hubiera que instar a la población a reutilizar nada. Claro que hay muchas diferencias entre aquel oficio reconocido socialmente y lo que hace el ejército de marroquís, rumanos y subsaharianos que hoy recorre las calles (y sí, la mayoría son subsaharianos, no es por ser políticamente correcto y evitar decir negro). En algún momento aquella figura desapareció, y con ella sus gritos pidiendo material. Yo no he conocido a los traperos más que por el relato de otros, pero a finales de los años 80, en comarcas, aún te pagaban por devolver el vidrio a las tiendas, y el sonido de las botellas tintineando en los capazos de las señoras estaba presente en los establecimientos del barrio.

Pronto, sin embargo, comenzaron a aparecer contenedores que convertían la acción de lanzar el vidrio en un acto violento, estridente. Reciclábamos para salvar el planeta. O eso creíamos. Hasta ahora, cuando han aparecido los hombres de los carros que por pura supervivencia --no para satisfacer, ni mucho menos, el romanticismo nostálgico de los que tarareamos a Serrat cuando los vemo-- desmontan aparatos y piezas, eligiendo y clasificando lo que les puede aportar algún ingreso. Pero resulta que esta actividad, la de coger lo que ya no es de nadie, no está muy bien vista por algunos ayuntamientos. En principio no es ilegal, pero por lo visto perjudica los intereses de las empresas de recogida selectiva. Son competidores desleales, dicen. Y yo que creía que cuando me planto cada día ante los cientos de cubos que tengo en la cocina con el tapón de una botella en la mano intentando averiguar dónde tengo que ponerlo era por amor a la madre Tierra, no por ninguna empresa recicladora...

*Periodista