Dice Rajoy ahora que nada es para siempre. Seguro que a casi nadie le ha pillado por sorpresa, pero al final, o sea al final del principio, el Presidente no ha tenido más remedio que contradecir sus promesas electorales y nos ha subido los impuestos. Y lo que todavía se guarda en el zurrón de sus promesas inconfesables. La economía real manda sobre los brindis al Sol de la política.

El destino, que es así de inconsciente y caprichoso, ha querido que la peor crisis económica vivida por España en décadas me haya traído a mí particularmente el regalo de la máxima estabilidad laboral y cierto desahogo económico, incluso a pesar de la reducción de salario que padecimos el año pasado y del incremento de impuestos con que comenzamos este. No me quejaré por eso. Esta situación mía es compartida por una parte significativa de la sociedad, por lo menos todos los funcionarios, que conservamos nuestros empleos mientras otros millones los pierden. Es una situación envidiable que ninguno de nosotros querría perder. Así de cruel y descarnada es la realidad.

La economía personal es lo más sagrado; es capaz de atravesar la conciencia política. La economía personal se pasea alegremente entre la derecha y la izquierda hasta hacerse invisible. La economía personal nos iguala más que otra cosa. Hay funcionarios de izquierdas y de derechas. La riqueza personal nos convierte a todos en conservadores. También a los progresistas, aunque esto es sin duda alguna contradictorio. Porque ser progresista debe significar reconocer la naturaleza dinámica de la realidad, admitir la realidad del cambio y, por lo tanto, la posibilidad del cambio casi como un derecho natural. De ahí la posibilidad de cambiar las mismas instituciones democráticas, o la institución del matrimonio, o la identidad del genero sexual. Todo esto es --suena progresista. Entonces, ¿qué pasa cuando tocamos la economía?

Cuando nos trasladamos al terreno de la economía ocurre una inversión de valores: la derecha muestra su cara liberal, esgrimiendo el derecho a la propiedad privada, la libre creación y disolución de empresas y la moralidad de la acumulación de riqueza, aludiendo a la necesidad de una adaptación dinámica a la realidad, reconociendo las leyes de la Naturaleza y la selección natural; en cambio, la izquierda se vuelve conservadora, intervencionista, reclamando el derecho a conservar "mi" puesto de trabajo, "mi" poder adquisitivo, la integridad de "mi" pensión, ignorando ahora la naturaleza cambiante y peligrosa de "la" economía. Pocos en la izquierda parecen admitir una política económica que implique adaptar el número de años de cotización para cobrar la pensión, el retraso de la jubilación, el recorte de salarios para mejorar la productividad, los contratos de tiempo parcial, y el despido libre. En mi opinión, la izquierda moderna debería abandonar esa contradicción y extender su tradicional visión dinámica de la realidad a todos los ámbitos de la política, incluida la economía. Porque esa contradicción chirría ante un análisis científico. Y porque esta visión dinámica de la economía puede ser el punto de encuentro entre izquierda y derecha. Además, ambas coinciden en la necesidad de que los ciudadanos estén formados y sean independientes y libres.

En una crisis tan compleja como esta, que afecta al modelo de crecimiento y de vida, debemos aceptar los cambios y movernos todos ahora hacia lo que compartimos: máxima libertad y responsabilidad individual y al menos una pequeña pero imprescindible red protectora. Porque nada es para siempre.

* Profesor