Hace una treintena larga de años, la adolescencia hacía interminables las tardes de los sábados. Ese remoloneo sabatino lo ocupaban las despampanantes asalariadas de Charlie y un crucero kitsch que situaba en el mapa Sausalito y ayudaba a María Félix a que no solo ella se acordase de Acapulco. Era una serie intrascendente, incluso amable, parte de cuyo éxito residía en unas vacaciones inalcanzables. Pese a nuestra dilatada experiencia marinera, para el ocio del verano solo encontrábamos en los hidropedales las cartas de navegación. Uno de los indicadores del cambio que hemos experimentado como nación es la posibilidad de compartir mesa y mantel con el trasunto del capitán Stubing. Engalanarse para la cena es parte del rito en esta democratización de los cruceros, como también lo es tostarse en las hamacas de cubierta, a la manera de yates privativos donde solo los delfines pueden tildarte de exhibicionista. Sin embargo, en estos mastodontes de los mares todo es a lo grande: catorce plantas y una eslora que achuchados a la popa, te daba ganas de gritar "hola fondo norte" en lugar de admirar con el catalejo a Kate Winslet como mascarón de proa.

El destino ha querido que tres meses antes de conmemorar el centenario del Titanic, asistamos a una versión chusca de su hundimiento. La parte positiva del encallamiento del Costa Concordia ha sido que la inmensa mayoría de sus ocupantes ha vivido para contarlo. Pero este naufragio carece de la épica del iceberg o de las tormentas que chulearon a los galeones. Más bien parecía que su capitán hacía caballitos con una Bultaco. Triste simbología de unos tiempos en que todo se va a pique. Para estos Esproncedas de sueldos congelados que no ha pudieron ver allá a su frente Estambul, ahora contemplan que también la mar les da la espalda.

* Abogado