Muchos errores humanos importantes tienen que ver con el manejo de los medios y los fines.

No, no se trata de que todo el mundo practique la ley de que el fin justifica los medios aunque suela predicarse lo contrario. La historia está llena de magníficos ejemplos de esta práctica: la Inquisición, ejemplo cumbre, quemar un cuerpo para salvar su alma. Se trata de que a diario se pierde de vista el fin importante y se cae de pleno en rebozarse en los medios, especialmente en la organización de actos, en que pasa a ser el fin supremo el llenar el salón, y para ello no se descartan los modos más impertinentes, como los asedios personales, postales, el bombardeo de correos electrónicos, las llamadas telefónicas y los abrazos en la calle.

Si se trata de la presentación de algo, para llenar el salón se andan todos los caminos posibles hasta conseguir el padrinazgo de una figura conocida en los medios de comunicación, es decir una popularidad nacional, que naturalmente se trae de fuera. Llega el famoso, el popular, y el salón se llena efectivamente y como al final todos comentan que el famoso es inimitable en su oratoria y también muy sencillo a pesar de su fama, porque acepta lonchas de jamón y copas de vino de todo el que se lo proponga, pues tan contentos, a la espera solo de las reseñas de prensa que se presagian generosas. O sea, se juzga el acto como un gran éxito porque se logró llenar el salón de asistentes, convirtiendo el medio en fin. Nadie parece reparar en que el famoso solo ha hablado de lo que suele y que apenas ha dicho nada de lo que ha venido a presentar. Al poco tiempo se recuerda el paso por la ciudad del famoso pero nada del objeto de su venida. Se le trajo, se le atiborró de jamón, se le juró agradecimiento eterno... para nada.

Claro es que a veces el lleno es realmente el fin y el éxito primordial: cuando el asistente pasa por taquilla. Si se organiza una función teatral comercial, lo primero es que la taquilla dé para cubrir los gastos y reportar algún beneficio. Por muy intelectual y amante de la cultura que sea el organizador responsable siempre preferirá una sala llena de gente ignorante a una sala con la escasa asistencia de los cultos y exquisitos de la ciudad.

Pero lo malo, lo perverso, es cuando los organizadores son responsables de una entidad esencialmente cultural, sin interés económico alguno, y se comportan como el empresario teatral. Sería legítimo que se alegrasen si el salón se llena de gente ignorante que al salir, después de celebrado el acto, lo es un poco menos. Pero no lo sería si ha logrado el lleno la atracción popular de una cantante --si esposa o viuda de torero, mejor-- y los asistentes de ese evento triunfal no vuelven más a acudir al salón de la cultura; ni por asomo a escuchar una conferencia seria. Es más, son capaces de extraditarse, de salir de la ciudad, si se les invita a oír a un premio nacional de literatura que va exponer una ponencia de esencial novedad y notoria importancia, pero sin concesiones a la galería. Si el día del premio nacional en el salón hay solo doce personas, sin siquiera la concurrencia de los socios, los otrora orgullosos de llenos se quedan tan panchos y vuelven a explicar que la buena canción popular es cultura --y desde luego lo es--y que cuando hubo que alquilar sillas para completar los asientos propios y limitar la asistencia, porque el aforo quedaba completo, fue la mejor salida a la calle, la mejor aproximación al pueblo, de toda la historia de la institución.

Oigan, señores, la aproximación al pueblo, al hombre de la calle, hay que hacerla atrayéndole a actos verdaderamente enriquecedores, guiando al pueblo amablemente escalera arriba, pero no, substituyendo el traje oscuro por el traje de faralaes y olé, y rodando cuesta abajo hacia los gustos más plebeyos.

Moraleja: no siempre se trata de llenar el salón, a veces debe tratarse de enriquecer a los asistentes.

* Abogado y escritor