La Unesco acaba de certificarnos el notorio patrimonio inmaterial de incapacidad que los titulares de las instituciones de Córdoba y de las que nos representan aquí, en Sevilla y en Madrid, tienen para proyectar ante el mundo los privilegios culturales que la historia nos dejó.

Hoy tenemos que reconocer que Córdoba ha sido incapaz de explicarles a un grupo de expertos lo que --estoy seguro-- ninguno de ellos se atrevería a negar: que la fiesta de los patios es un patrimonio cultural inmaterial de la humanidad con tan sobrados meritos como los puedan tener las sombras chinescas o las danzas de la Mare de Déu.

Sin embargo, por lo que nos cuentan desde la rácana política informativa del Ministerio y las limitadas fuentes municipales o autonómicas, da la impresión de que a los expertos no les ha quedado claro si lo que se presentaba y defendía como esencia inmaterial de nuestro patrimonio cultural era el manto de flor que esta tradición le pone cada mes de mayo a la identidad cordobesa o un salpicón de tiestos de colores sostenido por el impagable esfuerzo de generaciones de vecinos.

Por lo pronto, de la inusual solidaridad exculpatoria que han desplegado al unísono todas las instituciones para que ninguna aparezca como responsable de este revolcón se desprende la sospecha de que si nadie culpa a nadie es que todos los son. Todos eran conscientes de que en Córdoba rebosa un clima de impotencia que una vez más encuentra razones en un proyecto que venía a reforzar ese rasgo cultural con el que la ciudad quiere aparecer ante el mundo y, a la vez, ayudar a redefinir y consolidar tanto la propia tradición como su valor añadido en economía y progreso.

Pese a ello, no ha sido posible. Y lo peor es que aquí no podemos refugiarnos en los injustos desvaríos pacifistas de un jurado, con el que tapiamos --en el caso del 2016-- la puerta de nuestra obligada autocrítica. Aquí tampoco hay razones de fondo, coyuntura o dinero, ni ningún otro misterioso juego de intereses de la política internacional. Lo que tenemos está en la propia versión municipal: o no nos hemos explicado bien o no nos han sabido entender. La verdad de este diagnóstico es tan rotunda como su propia conclusión: la primera responsabilidad de un malentendido corresponde a quien tiene la obligación de hacerse entender. Y aquí, la torpeza de unos ha lastrado el objetivo de todos...

Porque son ya años los que Córdoba ha tenido para aprender el lenguaje de la Unesco. Son infinitos los proyectos que, hasta en chino, ha entendido la Unesco. Son demasiados los reveses que la ciudad ha registrado para que cada idea no se blinde a estas alturas contra riesgos tan absurdos como previsibles. Es ya insoportable la desconfianza de una ciudad sobre sus propias ilusiones para que las instituciones no aten cada sueño con nudos de alta mar. Y, por último, ha sido demasiado duro el bofetón de la capitalidad cultural como para tener que poner de nuevo la otra mejilla.

Odio los refugios dialécticos y las rendijas salomónicas, pero esta es la responsabilidad que comparten todos: haber mantenido y alimentado durante meses las expectativas muertas de una ambición envenenada de descuido y preñada de frustración. El gobierno municipal anterior por no asegurar el camino y aprovechar el tiempo que tuvo tras la cortesía de ceder el paso al flamenco; el actual, por no detectar o asumir un expediente defectuoso que no han podido superar ni con reuniones a deshora ni con declaraciones de galería. La ministra, por el falso voluntarismo y la 'generosidad' política con la que envió el respaldo de sus tres ayudantes, entre las que sin duda podremos encontrar algún parentesco cordobés de décimo cuarto grado de consanguinidad. El consejero de Cultura, por la capacidad adivinatoria y el certero optimismo con el que nos ofreció hace unos días su abrumadora seguridad --más del 90% de posibilidades-- sobre el éxito del proyecto. Y, todos nosotros --los medios de comunicación--, por darles un cómodo y acrítico altavoz, suponiendo, como debíamos suponer por experiencia y escarmiento, que el Ayuntamiento estaba parcheando un despropósito, que a la señora Sinde el Sur solo le sirve para no perder el Norte, y que, definitivamente, Paulino Plata, un año y medio después de su nombramiento, ni está ni se le espera en la Consejería.

Junto a la contundencia de este fracaso nos queda el alivio de su relatividad temporal y la fortaleza de una tradición que hasta ahora no ha necesitado de otro reconocimiento que el del disfrute y el compromiso social de quienes la mantienen.

Aun asumiendo el principio último de Rajoy por el que en cada proyecto caben tantos duendes como dependes, hoy no podemos admitir otra perspectiva que la de aprovechar el mal menor que, al menos, hemos encontrado --la posibilidad de volver a presentar la candidatura en el 2012--, y confiar en que el año que viene conseguiremos lo que en este ya merecíamos.

Por eso, lo peor de esta situación no es el retraso de un proyecto, ni el riesgo de una tradición. Lo peor es haber dado un nuevo ejemplo de ese notorio patrimonio inmaterial de incapacidad que no deja de distorsionar nuestra imagen externa ni de zancadillear nuestra convicción interna para ganar las pequeñas batallas y las pocas guerras que el futuro nos trae.

Como si todo fuese tan difícil como explicar en Bali el alma de un geranio.